¿Que temen los judeo-anglo-americanos
de los Persas ?
por Jean-Michel Vernochet
Irán, o sea el pueblo iraní, sigue
estando por ahora parcialmente fuera o en la periferia del sistema-mundo regido
por los dogmas económicos del ultraliberalismo estadounidense. Es una vulgata
neocapitalista que se abrió camino en 1962, en Chicago, con Capitalismo y
libertad, la obra fundamental del Premio Nobel Milton Friedman. Este autor es
considerado como el teórico mayor del anarcocapitalismo, el equivalente de Karl
Marx en el materialismo histórico. Se trata, sin embargo, de configurar una
episteme neoliberal que Irán se niega a avalar del todo ya que el derecho
islámico prohíbe el préstamo con interés (aún cuando se toleran ciertas
excepciones), mientras que el capitalismo moderno descansa esencialmente en la
deuda, especialmente con tasas variables y en condiciones de usura. Además a
Irán se le antojó intentar vender su crudo en euros o por oro, lo cual provocó
una respuesta inmediata: el embargo petrolero sobre las ventas iraníes de
hidrocarburo que se puso en vigor el 1 de julio 2012.
Por supuesto, era intolerable para Estados Unidos que un
Estado diera semejante ejemplo y que se negara a acatar la ley de los mercados,
es decir a endeudarse hasta lo insostenible, como hacen dócilmente las
democracias occidentales supuestamente gobernadas por el principio aristotélico
del «bien común». Esto desemboca en el sistema oligopólico que conocemos, el
cual impera sobre «masas» anónimas reducidas a la pasividad frente al crimen
organizado en las bolsas financieras por cárteles financieros y mafias de
iniciados de todo tipo que organizan el saqueo de las naciones y la extorsión
de los pueblos para desgracia de nuestro planeta nuestro, ya en peligro de
verse pronto reducido a un desierto de concreto, extensiones áridas agotadas
por cultivos a escala súper industrial y a océanos cubiertos de desperdicios
plásticos que van y vienen según las corrientes marinas y los caprichos
meteorológicos. Todo esto podría parecer excesivo en tiempos de calma chicha,
pero la increíble sucesión de escándalos que actualmente sacuden el mundo
financiero (Barclays, HSBC, Liborgate y demás) confirman que no estamos
exagerando.
En realidad, este nuevo orden internacional al que se quiere someter a Irán se
vale de reglas del juego definidas y establecidas en EEUU. Son reglas
orientadas siempre en el mismo sentido, destinadas a agarrotar las defensas
naturales y culturales (entre otras) de los pueblos para disolverlos en el gran
caldero mundialista, después de desvitalizarlos, o sea desarmarlos física y
moralmente.
Algunos días antes del asalto estadounidense, el presidente Saddam Hussein hizo
destruir ante los observadores de la ONU la totalidad de sus misiles de corto
alcance para demostrar su buena fe. Exactamente el 1º de marzo 2003, Irak, bajo
supervisión de la comunidad internacional, procede a la destrucción de misiles
Al-Samud 2, que alcanzan a más de 150km, la distancia prevista por los acuerdos
de desarme concluidos después de la derrota iraquí el 28 de febrero 1991.
Veinte días después, el 20 de marzo, los anglo-estadounidenses emprenden la
operación «Libertad de Irak», dando paso a 12 años candentes para los recién
liberados de la ex dictadura baasista.
De la misma forma, el guía libio Khaddafi renunció en 2004 a su programa
nuclear, simultáneamente abrió su país a las empresas anglosajonas y en 2007
liberó a las enfermeras búlgaras (presas bajo acusaciones fantasiosas)
detenidas durante 8 años en territorio libio. Khaddafi creía haberse
congraciado nuevamente con sus nuevos amigos occidentales, los mismos Cameron y
Sarkozy que acabaron con su vida, con su régimen y con los ahorros de su país.
Y lo hicieron con cobertura de una OTAN disfrazada de misión «humanitaria». Los
únicos que no han bajado la guardia ni han entregado su armamento son los
norcoreanos y Washington tiene mucho cuidado en no provocarlos … ¡ya sabemos
por qué!
La reducción de Irán, que se pretende conseguir desde hace una década, apunta a
aniquilar su soberanía y su independencia, lo cual nada tiene que ver con la
propaganda acerca de lo retrógrado de una teocracia que obliga a las mujeres a
llevar un pañuelo de cabeza, lo cual hacen con mucha elegancia, por cierto…
El problema que preocupa a Occidente no es el Islam: con todo lo arcaico que
pueda ser, Estados Unidos, Francia y el Reino Unido se entienden muy bien con
el Islam de Arabia Saudita y Qatar, porque estos les proporcionan el anhelado
petróleo. El problema son las riquezas naturales de Irán, gas, petróleo, cobre,
que son instrumentos de poderío. Es decir, instrumentos que permiten llevar
adelante políticas autónomas que escapan a la gran planificación de los mercados
y de los estados mayores impuestas a través de la diplomacia del garrote, tal
como la encarna el CentCom. No perdamos de vista que comercio y fuerza armada
se sitúan en el prolongamiento uno del otro como simples «momentos» de un mismo
concepto.
Agreguemos a todo lo anterior la localización de Persia en el punto de
encuentro entre el Asia Menor y el Asia Central, con lo cual Irán ocupa una
posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las energías fósiles
desde el Asia Central y la Cuenca del Mar Caspio hacia salidas al mar: Mar de
Omán, Golfo Pérsico, Mediterráneo oriental, Mar Rojo vía el Golfo de Aqaba para
el control de los abastecimientos de China a través del Xinjiang y últimamente
en el dispositivo de cerco (containment) que la superpotencia estadounidense y
sus aliados europeos imponen con vistas a contener el espacio euroasiático, el
llamado Heartland, según Mac Kinder.
Irán ocupa una posición clave en las rutas estratégicas de drenaje de las
energías fósiles y sería esencial en el containment que Estados Unidos y sus
aliados europeos tratan de imponer al espacio euroasiático.
Reducir las capacidades de autonomía soberana de la República Islámica de Irán,
he aquí el objetivo final. Recortarle las alas e integrarla a un dispositivo cuyos
centros serán primero Londres y Washington, pero también Bruselas y Frankfort,
afectando la naturaleza teocrática del régimen, la cual no es sino un blanco
secundario de la fría vindicta occidental. El término vindicta es el indicado
para traducir la idea de que si bien hay una determinación racional para
justificar el proyecto, ésta se autoalimenta hasta convertirse en una pasión…
Hay que recalcar que el ultraliberalismo convive con el integrismo religioso,
wahabita especialmente, desde Harry St. John Bridger Philby, negociador del
tratado de Juddah concluido entre Ibn Saud y el Reino Unido en 1927. Este pacto
es el que fija el destino común de los anglo-estadounidenses y Arabia Saudita,
extendiéndose después a Qatar y a sus enormes yacimientos petrolíferos.
Volviendo a la vindicta occidentalista, ésta va mucho más allá de un simple
anhelo de hegemonía o un apetito común por el saqueo de las riquezas naturales
y humanas de Irán, según una lectura marxista esquemática de la relación entre
centro y periferia.
La integración de Irán no se refiere a un espacio vital de expansión, como se
estilaba en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, sino que abarca una zona de
influencia económica global de vital interés para el sistema América-mundo y la
perpetuación de su modelo, el de la sociedad establecida en la tierra de
«Canaán, tierra de leche y miel», después del despojo de los amerindios como
paso previo a la realización del «sueño americano».
Sería un error imaginarse que Estados Unidos decide por sí solo el porvenir del
mundo, aún cuando ese país se encuentra preso de un modo de vida que mueve a
sus ciudadanos a devorar recursos. En 2010 y por primera vez, el consumo de
energía de China Popular –que representa una quinta parte de la energía
consumida en 2009– superó el de Estados Unidos, pero con una población 5 veces
mayor que la estadounidense (Se supone que el consumo de energía de Estados
Unidos aumente en un 14% entre 2008 y 2035. Por esa fecha ese país consumirá
unos 22 millones de barriles diarios en vez de los 19 millones de barriles
diarios que consumía en 2008, aún cuando se reduzca la parte de las energías
fósiles, que ya no representarían más que el 78%, en lugar del 84% actual, con
motivo del desarrollo de las energías alternativas).
De hecho, Estados Unidos, aun «siendo mundo», funge como un subconjunto del
mismo, como una de las ruedas de una mecánica mundial. Es por ello que, al
mismo tiempo, Estados Unidos se ve apresado por sí mismo y atrapado en un
sistema planetario que le dicta e impone sus obligaciones y sus necesidades, en
una lógica de competencia y sobrevivencia. Para Estados Unidos, la única
alternativa es progresar o declinar. Y este sistema en perpetuo desequilibrio
está involucrado en una carrera hacia la destrucción mutua segura por
agotamiento de los recursos. Se trata de una lucha a muerte porque los
desequilibrios demográficos conspiran ahora en contra del mundo occidental y a
favor de Asia y África; es un desequilibrio que se sigue compensado con el
adelanto técnico de Estados Unidos, especialmente en materia de armamento, pero
¿hasta cuándo?
Desde este único punto de vista, Irán no es más que un peón en el tablero de
ajedrez, aunque sí se trata de una ficha decisiva, debido a su posición en el
mapamundi, en la gran estrategia anglo-estadounidense de contención de las dos
superpotencias continentales: Rusia y China. Estos dos Estados, en el Consejo
de Seguridad, ya han bloqueado por tres veces la marcha euro-atlántica hacia
Teherán, que está obligada a pasar por Damasco (el último doble veto se dio el
19 de julio 2012 en un momento en que ardían los suburbios de la capital
siria). Como puede verse, el caso iraní va mucho más allá que el problema de
los recursos energéticos del país, inscribiéndose en un juego de control y dominación
de dimensión planetaria… no olvidemos que quien tenga bajo control el gas iraní
podrá ejercer presión sobre toda Asia, aun si no llega a dictar su ley del
todo.
En cuanto al modus operandi, se tratará, antes o después del inicio oficial de
las hostilidades, de neutralizar al máximo el potencial nuclear iraní de
carácter civil. A los estrategas del Nuevo Orden Mundial no les importa que la
población iraní pierda su confort eléctrico y su prosperidad económica. Sus
puestos de mando militares y políticos serán destruidos mediante unas cuantas
«decapitaciones», como las que precedieron la ofensiva general del 20 de marzo
2003 en Irak, que estuvieron dirigidas contra las residencias de personalidades
situadas al sur de Bagdad. Las fuerzas estadounidenses ya habían decidido de
antemano decapitar el régimen, eliminando al presidente Sadam Husein, a sus dos
hijos y a algunos dignatarios del partido Baas, supuestamente alojados en los
edificios bombardeados.
La guerra ya comenzó
En realidad la guerra contra Irán ya comenzó, aunque no alcancen resonancia
mediática los asaltos de ese conflicto, como las campañas de asesinatos
selectivos contra científicos que trabajan en el programa nuclear, o los
ataques contra las redes informáticas de las centrales atómicas a través de por
medio de sofisticados virus informáticos, como Flame o Stuxnet concebidos en el
marco de un joint-venture israelo-estadounidense… Son otras maneras de librar
batallas antes de la guerra, pero siempre con el mismo objetivo: hacer
retroceder Irán a tiempos premodernos, después de acomodar allí un gobierno
«blanqueado», o sea hecho a la medida, democrático, aunque sea de lo más
corrupto, como el equipo dirigente del presidente afgano Karzai, en todo caso
estrechamente sujeto a la política de Washington.
Conviene precisar una vez más que las políticas que aplican los dirigentes de
Estados Unidos no son mucho más autónomas que las de sus homólogos europeos,
por ejemplo rusos o chinos, a diferencia de lo que supone el público. Es decir,
los dirigentes estadounidenses no proceden según su voluntad propia o la de
aquellos que los manipulan detrás de bambalinas, trátese de grupos de presión,
petroleros, militaro-industriales, transnacionales de la química o productoras
de semillas, etc. En la realidad, las líneas políticas responden efectivamente
a las necesidades, a los intereses y a las demandas que emanan de distintos
actores económicos, financieros y políticos, pero participan in fine de un
sistema que evoluciona según su lógica propia, englobando un conjunto complejo
de subsistemas interdependientes que interactúan entre sí.
Factores como la seguridad del Estado hebreo, el mantenimiento de su
preeminencia regional, la perennización de su monopolio nuclear y la visión
escatológica, compartida por importantes minorías en el seno de estas tres
teocracias a la vez verdaderas y falsas (los Estados Unidos judeocristianos,
Israel –Estado mesiánico por definición– y el Irán chiita que vive a la espera
del regreso del Mahdi), intervienen tanto en los cálculos de anticipación
estratégica como en las elecciones geopolíticas, y lo hacen en detrimento de la
estabilidad regional, la cual ya no aparece como un fin en sí, como tampoco
sucede con el desarrollo o la construcción de Estados o economías viables… Y es
que el comercio y las industrias prosperan bastante bien en el terreno de la
inestabilidad y mejor aún en los campos de ruinas.
Además, la reconstrucción es un mercado en sí. En 1991, la
rehabilitación de las infraestructuras petroleras kuwaitíes figuraba de
antemano como botín de guerra para las empresas estadounidenses… y también para
los demás miembros de la coalición. Por haberse abstenido, Francia sólo logró
obtener después algunas migajas de ciertas obras de reconstrucción destinadas a
impulsar la economía estadounidense, ya muy golpeada por aquellos años, debido
a las crisis petroleras de 1973 y 1979. No debemos olvidar que la destrucción
forma parte de ese ídolo llamado crecimiento: producir siempre implica empezar
por destruir algo. Por lo tanto, las guerras son momentos culminantes, en el
sentido hegeliano, de los ciclos económicos. La guerra es un elemento
necesario, incluso vital, para que perdure el sistema. El llamado «místico del
ateísmo», el novelista Georges Bataille, ya lo desarrollaba en su ensayo de
1949 titulado La parte maldita.
El desorden supremo que es la guerra resulta ser, por consiguiente, un modo de
gobierno entre otros, con un lugar propio y natural en el sistema-mundo actual,
como acompañante de las crisis inherentes a la unificación del mercado y a la
absorción de los Estados soberanos, en su seno y bajo el imperio de su única
ley, una vez despedazadas sus estructuras y cualquier armazón federativa
interna, porque los Estados-nación son todos –con excepción del Nuevo Mundo,
que se edificó sobre un mosaico de comunidades sin mayor vínculo orgánico que
el reparto de los dividendos del progreso– federaciones de pueblos que se
encontraron históricamente fundidos o asociados en un destino compartido. Ahora
bien, las naciones orientales edificadas a lo largo de los siglos demuestran
ser a veces reacias a someterse a los encantos excesivos de la permisividad
consumista occidental, en el sentido de ideología del consumo adictivo que
desemboca en el fetichismo lamentable de la mercancía. Por esto es que el Ordo
ab chaos sucedió al antiguo «divide y vencerás» y de ahora en adelante se trata
de gobernar por y dentro del caos, triste consigna…
Podemos ir más allá: después de ser actores y promotores, los oligarcas
anglo-estadounidenses, industriales y financieros, oficiales de la caballería
financiera mundializada –así como sus émulos de los demás continentes– terminan
estando al servicio, y siendo incluso esclavos, de las lógicas que ellos mismos
promovieron y de las que supieron sacar el máximo provecho para asentar sus
fortunas... Dichas lógicas terminan por dictar u orientar la conducta de esos
sectores según una inflexible ley física que responde al principio de que todo
«objeto» inerte o viviente siempre es otra cosa y algo más que la suma de sus
partes. Si las partes son aquí los actores y decisores económicos, financieros,
industriales y políticos, el todo, la totalidad englobante, es el sistema cuyos
miembros están al final supeditados al mismo.
Pero esto no conlleva de ninguna manera una nueva fatalidad
desresponsabilizante sino, por el contrario, una conciencia clara de que ese
sistema lleva la humanidad a la desaparición –destrucción programada y señalada
por las guerras que se avecinan en contra de Siria e Irán, y de esa otra, tal vez
suicida, en contra el bloque euroasiático– lo cual debería servir para invertir
la tendencia. O podría suceder que el hombre no encuentre en sí los recursos de
sabiduría indispensables para concebir un nuevo modelo, contrario al modelo
actual, a la vez sabio y salvaje, por no decir reptiliano, si se toma en cuenta
su oscura afición depredadora y el papel creciente del «dinero negro» en la
economía. Tal vez entonces sea inevitable pasar por la destrucción mutua
asegurada, en los planos económico, financiero o militar… antes de poder
esperar construir otro pensamiento, una visión diferente del mundo y echar a
andar otras matrices económicas y modelos sociales nuevos.
Así pues, partiendo de la constatación empírica según la cual el todo siempre
es más que la suma de sus partes, el conflicto Irán-Occidente no se puede
reducir a la suma de reproches formulados contra Persia y contra los persas, ni
reducirse a una confrontación de expansionismos rivales, ni mucho menos a un
juego de fuerzas más o menos coyuntural.
Desde este punto de vista, la posición de la República Islámica de Irán, en la
mirilla de los Estados Mayores anglo-estadounidenses y de sus aliados de la
OTAN, parece poco envidiable y da mucho que pensar. Sobre todo en la medida en
que nada indica que los dirigentes iraníes tengan la menor intención de
modificar su política de independencia energética basada en la fisión del
átomo… ambición contraria a la dinámica sistémica de largo alcance que
determina las decisiones geoestratégicas de Estados Unidos. Resumiendo: no es
el átomo en sí lo que molesta, el cuento de la amenaza nuclear persa es pura
fábula, por lo menos hasta el día de hoy. Que Irán pueda utilizar el átomo es
lo que le dará al cabo de un tiempo una real independencia, energética, económica
y política. Y es ahí donde radica el peligro. Irán termina siendo la piedra en
el zapato del sistema, una piedra que hay que eliminar como sea.
Irán es un obstáculo que hay vencer, barrer o borrar a corto o mediano plazo, a
menos que un deus ex machina, bajo la forma de un acontecimiento totalmente
inédito, venga a modificar el rumbo de las cosas y el reparto actual en la
función global. Rusia puso a prueba, el 7 de junio 2012, dos misiles
intercontinentales con cabezas múltiples, el Bulava y el Topol, que
sobrevolaron el Medio Oriente, desde Armenia hasta Israel. ¿Es posible que eso
haya logrado calmar los ardores de los halcones de Washington, Riad, Doha,
Londres y Tel Aviv? ¡Ojalá!
Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a
cualquier costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial
imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia
contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha multiplicado en
estos últimos años las advertencias en cuanto a las situaciones incontrolables
que podrían producirse en el Medio Oriente, región de crisis que ya cuenta 60
años de inestabilidad permanente, especialmente en los últimos 20 años. Esas
crisis van en aumento y las tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que
se puede hablar de guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el
contexto de la crisis siria.
Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años de ataques
unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por la aviación israelí
o por misiles de crucero embarcados en los submarinos furtivos proporcionados
por la Alemania de Angela Merkel, muchos observadores prudentes pronostican un
incendio dentro de poco, quizás en los próximos meses.
Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el
peligro asoma, que parece cada vez más cercano.
Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una
«teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar». O sea, no es que se
pretenda atacar el Islam. El objetivo es el Estado-nación, modelo y concepto
contra el cual la democracia universal, participativa y descentralizada, ha
declarado una guerra sin piedad desde 1945. A la Nación, desde la Segunda
Guerra Mundial, se le acusa de todos los males, empezando por la guerra. Sin
embargo, a pesar de lo que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary
Clinton, convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados
Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero», debemos recordar que
esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de 1940, en su mayoría guerras
de injerencia, en busca de la anexión de territorios o de la expansión.
Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional islámico y
místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en las agendas
políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión Europea): hay que
convertir a Irán en una democracia liberal.
Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran caldero de
las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de libre cambio, como
el que justifica la construcción europea, por ejemplo, donde la fragmentación
social, por no decir atomización individualista, permite la máxima segmentación
de los mercados. Ello servirá para desmultiplicar los actos y los actores
económicos: minorías étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres,
grupos de edad subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en
objetivos de la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión
escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras morales, o sea
con aquello que conlleva cierta rigidez en las costumbres; pero se trata de una
segmentación imprescindible para la plena integración del país en el mercado
único o unificado dentro del sistema-mundo.
El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros nerviosos y sus
satélites, las grandes plazas bursátiles. Las principales son la City de
Londres, la isla de Manhattan, Francfort y también la bolsa de materias primas
en Chicago, donde se decide el destino de la alimentación de los pueblos del
mundo, especialmente de los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y
reflujos de las tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se
encuentran por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados,
extremadamente inestables.
Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la economía
financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una movilidad de la
producción y los circuitos de distribución, lo cual requiere cada vez más
deslocalizaciones y reestructuraciones que no afectan únicamente a las
sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes
sociales», considerados por el sistema como simples variables.
Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor humano y de
un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio mismo en que se
mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre donde prosperan los
juegos a la baja o al alza, los delitos de iniciados, los rumores asesinos, las
«ofertas públicas de compra» de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende
a desbocarse del todo y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales
hasta agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista,
conocida como «crecimiento».
Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de control y
que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora. Muchos lo comentan con
toda razón, sin catastrofismo ni angustia neurótica. Después del Chernobyl
financiero del 14 de septiembre 2008, está por llegar un Fukushima económico
global, con el derrumbe del euro y el estallido de la Unión Europea, al que
seguirá el probable colapso probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto,
una guerra de gran magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya
alcanzó una velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha
alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.
La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente, evitarle la
quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un nuevo impulso al
sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de potencialidades abiertas
gracias a la economía «verde». Con lo verde, se procura darle un barniz ético
al sistema que empezó su ascenso vertiginoso a finales del siglo XIX mediante
el abandono casi total de los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño,
hoy en día repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio
teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo
frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el límite a
respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el marco de lo
éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en apariencia.
Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial
respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica» de
fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y Max Weber
habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot con una sonora
consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante
el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a
través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la
producción.
La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si
Dios no existe, todo está permitido», decía Dostoievski. Pero además, el
sistema se vale de dos caras para una misma realidad: por un lado, la utopía o
el espejismo colectivista, y por el otro, la ilusión o mentira liberal,
fundadas en el mito de la autorregulación de los mercados, de la mano invisible
y, al final, de la democracia «representativa». El modelo se vio además
tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos expresamente
para perennizar rentas de situación y monopolios, de los que gozaban las
nomenklaturas del Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante
a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha
dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia
confiscada.
El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a raíz de la
Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico, convertido en
seudociencia, es lo que anunció el materialismo triunfante del
anarcocapitalismo, último avatar desestatizado, descentralizado, proteiforme y
falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de
esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y
usureras.
En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la escala de
los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración presente de los
acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo fijo, de modo que la
velocidad de los acontecimientos crece de manera vertiginosa en ciertas
coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la boca del embudo. Hoy en día,
una década vale lo que un siglo o dos de antes y la aceleración no termina
nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará
4 años…», decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años
antes de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura
cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y los
modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida corriente de
técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por satélite, inteligencia
artificial, enlaces entre individuos a través de redes transcontinentales. Al
mismo tiempo se da la desrealización del mundo, lo cual se manifiesta por su
proyección virtual en las pantallas parietales de la imaginación colectiva.
¿Por qué vuelvo a insistir sobre la aceleración de la historia humana? Porque
se trata de una descomposición visible y recomposición aleatoria. Esta es la
fase que actualmente atraviesan la ideología pretexto del «choque de
civilizaciones», en boga desde 1996, y la dudosa tesis (algunos pretenden que
ni siquiera sus promotores se la creen) del estadounidense Samuel Huntington.
Es también la que sirve de telón de fondo para los grandes cambios geopolíticos
y sirve de justificación para la multiplicación de los conflictos con el mundo
islámico y dentro del mismo.
Lo cierto es que el factor religioso no desempeña un papel central en cuanto
causalidad maestra en la hipótesis del choque entre civilizaciones. Por
ejemplo, Riad y Doha, capitales del fundamentalismo wahabita, están en el Medio
Oriente muy estrechamente asociadas al «destino manifiesto» del puritanismo
estadounidense… lo cual tiende también a demostrar que modernidad y tradición
pueden convivir perfectamente en un terreno donde el comercio de hidrocarburos,
mercados de armamento, Kriegspiel y guerras subversivas ocupan un lugar
eminente. Véase la guerra de Libia en la que la implicación de Qatar está muy
documentada. El diario conservador Le Figaro ya señalaba, el 6 de noviembre de
2011, que Doha había contratado 5 000 hombres de sus Fuerzas especiales en el
escenario libio.
Obsérvese –y resulto harto paradójico según ese esquema– que las primaveras
árabes de 2011 están dando a luz, una tras otra, gobiernos dominados por los
islamistas –Hermandad Musulmana y diversos componentes salafistas– apadrinados
a la vez por la Turquía neo-otomana y por el wahabismo rigorista de las dos
susodichas monarquías… con la bendición de Washington. La integración de estos
nuevos poderes religiosos en el plan de reconfiguración del Gran Oriente, desde
las Columnas de Hércules hasta el río Indus, contradice del todo la teoría de
la incompatibilidad entre civilizaciones.
Las “primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad Musulmana
y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y por el wahabismo
rigorista de Qatar y Arabia Saudita… con la bendición de Washington.
En realidad, estamos ante una lectura «a la medida» –según el enfoque de
Washington– de las resistencias que han venido manifestando las sociedades
tradicionales constituidas en Estados nacionales a lo largo del siglo XX, pero
cuyos arcaísmos –tal vez se pueda hablar de inercia cultural– obstaculizan su
apertura completa e incondicional al comercio transnacional, al libre acceso de
los operadores e inversionistas que quieren valorizar y explotar racionalmente
–ahora se dice además «de forma sostenible»– las potencialidades geográficas y
los recursos, tanto naturales como humanos, que ofrece tal o más cual zona de
interés económico y por lo tanto geoestratégico.
Según esta perspectiva, la idea misma de Nación entra en contradicción con la
de libre intercambio, idea según la cual hay que eliminar las puertas y
ventanas [para evitar que se cierren]. La política de la cañonera actualizada
(esa misma que practicara el comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de
1853, intimidación que dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954,
con la Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos mercantes
estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y más tarde los
drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio» de la democracia,
sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona ingenuamente el comercio sino que
se le ha sustituido con elegancia aquello de las urgencias humanitarias, la
liberación de las mujeres, la autodeterminación de las minorías étnicas o
confesionales, todo lo cual se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho
de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.
A fin de cuentas, la teoría tendiente a declarar ineludibles la confrontación
entre áreas culturales y bloques confesionales –cristiandad occidental y
ortodoxia eslava frente a Islam, confucianismo etc.– legitima a priori ciertas
guerras en realidad premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras
por encargo, ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a objetivos
triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y hegemónica. En realidad,
las supuestamente irreductibles incompatibilidades civilizacionales no son nada
fatales, ni siquiera se trata de verdades definitivamente establecidas… Así que
no proceden de culturas perversas a las que habría que rehabilitar por negarse
a convertirse a los beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que hace de
la posesión de bienes efímeros, intercambiables y perecederos, el colmo de la
plenitud individual y existencial. No, el choque abusivamente llamado
civilizacional, las guerras efectivas y las guerras en gestación proceden más
bien de un modelo de sociedad expansionista por naturaleza o, por decirlo en
otras palabras, imperialista o bulímica sui generis, en busca de legitimación
«científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de
la moral natural.
Se trata, en definitiva, de un modelo que está devorando el planeta, los
recursos, los pueblos y los hombres. Claro, el sistema no podría existir sin
los hombres que lo encarnan, lo promueven y lo sirven… a veces con un celo
excesivo y en algunos casos con una falta total de sentido moral. Pensemos en
estas figuras emblemáticas del falso semblante del bien, lo que fueron, en el
ejercicio de sus funciones, los Bush y Blair (a quien la Inglaterra popular
llama «Bliar», o sea el mentiroso) los culpables de las guerras de Afganistán e
Irak, sobre la base de mentiras como aquella de las armas de destrucción masiva
de Irak o el mito de al-Qaeda.
El 16 de marzo de 2003, José Manuel Durao Barroso, primer ministro de Portugal;
Tony Blair, primer ministro británico; George Bush, presidente de Estados
Unidos; y José María Aznar, primer ministro español, se reúnen en las Azores en
lo que fue el preludio de la invasión perpetrada contra Irak sin mandato previo
del Consejo de Seguridad de la ONU. Ninguno de los responsables de esa
violación flagrante del derecho internacional ha sido sancionado y el señor
Durao Barroso incluso preside actualmente la Comisión Europea.
Pero el sistema, por definición, es amoral, se sitúa en un más allá: «más allá
del bien y el mal». Esto no quita que el sistema formatea, amasa y arrastra a
los hombres en su estela poderosa. Les ahorra pensar, los exonera de cualquier
escrúpulo y premia su sometimiento. Decimos que en un momento dado, a partir de
cierto nivel, el sistema vive por sí mismo, de manera autónoma, y no deja más
que un estrecho margen de maniobra a quien quisiere tomar sus distancias; entre
marginalidad o fracaso, no hay más que oposición tenue y sin porvenir,
escurriéndose entre las murallas del conformismo y la corriente torrencial de
las pesadeces sistémicas.
¿Qué hacer contra un modo de funcionamiento de la sociedad heredado de las eras
primitivas, de las épocas del pillaje, las del nomadismo depredador? Los
capitales (estamos inmersos en la impermanencia que induce la imperiosa
exigencia de maximizar los rendimientos económicos) se mueven como las
langostas que dejan el suelo desnudo a su paso. Este es el modelo del saqueo «a
fondo», al que la tecnología ofrece ahora inmensas capacidades de
desmultiplicación, hasta agotar en espacio de pocas generaciones las reservas
biológicas y geológicas acumuladas a lo largo de los 400 primeros millones de
vida organizada… océanos y mares se están vaciando de sus reservas halióticas y
las entrañas de la tierra están soltando a gran velocidad sus reservas de
hulla, petróleo, gas, formados en la edad carbonífera… ¡la edad de las
libélulas gigantes y de las primeras selvas, de los helechos arborescentes,
mucho antes del reino de los dinosaurios!
Nuestro modelo de sociedad es destructor de las culturas que fueron madurando
en las sociedades humanas a lo largo de estos 4 o 5 últimos milenios. Una
descomposición de las culturas tradicionales no ofrece como contraparte sino
una recomposición más o menos errática, carente de referencias, en el marco del
fetichismo de la mercancía, el desencantamiento del mundo y el consumo
creciente de neurolépticos. Tales trastornos, tales desniveles culturales
conllevarán forzosamente resistencia y tumultos, aunque sean sólo las
convulsiones de la agonía…
El Estado-nación, aunque derrotado en todos los campos de batalla políticos y
militares recientes (Europa, Yugoslavia, Irak, Libia… ¿Siria?) resiste como
modelo y seguramente responderá. Desde este punto de vista, las estructuras
estatales nacionalistas laminadas por la democracia de mercado no han fallecido
y renacerán en el marco de estas múltiples entidades etnoconfesionales que el
Nuevo Orden Mundial quiere crear sobre los escombros de los Estados vencidos.
Observemos que el Estado nacional prospera en Asia, especialmente en Singapur y
Taiwan, pero también en China, Corea, Vietnam y Japón.
El derrumbe de la sociedad totalitaria estrictamente colectivista, la de las
democracias populares del este, también nos ha enseñado que no se puede
descartar lo sagrado y arrojarlo fuera del campo de lo político de manera
duradera ya que forma parte esencial de este: el ateísmo militante de las
sociedades mercantiles muestra su impotencia para fundar una moral viable. En
cuanto al materialismo que brotó del Antiguo Testamento (con el axioma del
cumplimiento de un designio divino a través del éxito material), que funda y
justifica el ultraliberalismo anglosajón, se basa en sus orígenes en una
teología que legitima al predador. El demiurgo recompensa al que sabe
apoderarse del botín, sea cual ser el medio apropiado… La excepción es el hecho
de que se mantenga en pleno siglo XXI la democracia popular en la China
estatal, a la vez hipercapitalista y comunista, a la vez se observa un marcado
renacimiento del confucianismo doctrinal al servicio del Estado; pero además
renacen también taoísmo y budismo. ¡Es un resurgimiento tan espectacular como
el de la iglesia ortodoxa en la Federación Rusa, al cabo de 72 años en las
sombras!
En el Maelstrom del tiempo presente, las cosas se van haciendo y deshaciendo
sin marcha atrás, siguiendo una lógica de lo irreversible… en apariencia. Nada
parece poder desviar el flujo del tiempo de su cauce catastrófico. Sin diques
naturales o humanos va desbordándose, ya no riega sino que inunda sin que nadie
sepa cómo detenerlo. Por esto es que Irán, obstáculo en el rumbo de las aguas
desbocadas de la modernidad, debe ser destruido, barrido, aniquilado, a no ser
que, desplomándose solo, caiga de rodillas espontáneamente, bajo los efectos de
un pronunciamiento palaciego o bajo el impulso irreprimible de la calle. En
todo caso, aún sabiendo que la historia da a luz en medio del dolor y la
violencia, ya estamos viendo el resultado del parto forzado de la democracia en
los países de la primavera árabe.
En Túnez, Egipto, Libia o Yemen –sin contar con los que aguantan la respiración
como Argelia, sabiendo que ya les tocará su momento de entrar en la tormenta, u
otros como el Irak «liberado» manu militari– han caído o están cayendo en la
guerra civil alimentada, fomentada y dirigida desde afuera (Libia, Siria) y no
tienen ni tenían ningún motivo para esperar la menor inflexión (o sea, una
ruptura en la actual dinámica sistémica) en marcha, que podría cuestionar o
anular los grandes invariantes directores del campo geoestratégico. Estos
acompañan o traducen sobre el planisferio o en las relaciones internacionales
la revolución mundial que progresa a marcha forzada desde 1945. Se trata de una
mutación global de largo alcance cuya permanencia y pertinencia –como
explicación y manifestación de la construcción del sistema-mundo– jamás se han
desmentido a lo largo del último medio siglo.
Estamos pues ante una lógica dentro de la cual se desarrollan los
acontecimientos a los que asistimos y los que están llamados a ocurrir. Esto
seguirá hasta que la lógica propia de los acontecimientos llegue a su propia
extinción, por agotamiento o a raíz de un acontecimiento cataclísmico –guerra
nuclear, ¿o primero regional, tal vez?–, trastorno que determine y complete la
redistribución del campo geopolítico. Pues los fracasos o repliegues de Estados
Unidos en los últimos 60 años, por muy dolorosos que hayan sido, desde la
derrota sufrida en Vietnam hasta el fiasco de su invasión contra Afganistán, no
van a desautorizar esta hipótesis. Se pierden muchas batallas para mejor ganar
la guerra. Son derrotas fecundas en progresos de todo tipo, especialmente en
cuanto a avances técnicos que agrandan el abismo tecnológico que separa aún hoy
en día a Estados Unidos del resto del mundo. Son al fin y al cabo conflictos
factores de progreso, en última instancia propicios al desarrollo y a las
mutaciones de los elementos constitutivos de la potencia.
La inercia sistémica
Aquí se trata de un concepto mayor sobre el cual debemos insistir, convencidos
de que el estudio de las sociedades humanas pertenece a un campo del
conocimiento vinculado al de la física de la materia. Así, la inercia del
sistema-mundo es tal que -como venimos diciendo– fuera de una catástrofe mayor
o de la improbable llegada de un «gran monarca», nada puede parar la
orientación y la naturaleza de un mecanismo en evolución –es decir en
progresión–, que evoluciona según su propia lógica inercial y cuya trayectoria
parece tener que estar inflexiblemente determinada. Aquí los hombres no tienen
la palabra, pues sólo les queda elegir entre llevar adelante su embarcación
sobre las temibles ondas agitadas que la empujan hacia lo desconocido o peor
aún, a lo demasiado previsible, el abismo de las orillas del mundo. La lógica
de la que estamos hablando aquí nos lleva a una nueva confrontación este-oeste,
esta vez más frontal que la anterior, ya no indirecta como ocurrió durante los
44 años de la guerra fría, de 1947 a 1991, durante la cual los dos bloques
tuvieron sus encuentros sobre los campos de batalla del Tercer Mundo o por
mediación del mismo, trátese de Vietnam, Angola o Afganistán.
A partir de ahí y en el mismo orden de ideas, hay que pensar en primer lugar el
sistema económico mundo como algo consubstancial con las fuentes de energía sin
las cuales no sabría funcionar, ni tan existir … trátese de energías fósiles o
físiles (uranio). Este enlace es una de las tres o cuatro primicias mayores de
la lógica sistémica que ordena la marcha del mundo tal como la vislumbramos
aquí. A esta lógica sistémica también la llamaremos lógica inercial ya que
ninguna decisión humana puede, de un plumazo, abolir sus dinámicas obligadas,
ni sus consecuencias a largo plazo.
Este subconjunto trinitario –independientemente de las críticas y las
denegaciones que se formulen contra el mismo– asegura hasta ahora la cohesión arquitectónica
del edificio internacional y configura por su manera de encajarse e imbricarse
los tres momentos de un mismo concepto, realidad única que se expresa en tres
modos diferentes.
Evoquemos aquí brevemente la naturaleza y la ideología de estos tres
subconjuntos, geoeconómico, geoenergético y hegemónico, como arquitectura
dinámica del actual sistema mundo...
Convergencias:
De la economía superestructural
al fin de la historia
Los años 1970 marcan un giro en la historia del capitalismo con la transformación
del mismo, tal vez convenga hablar de mutación, en capitalismo financiero.
Asistimos a la financiarización de la economía, modelo dominado por la
exigencia de ciclos cortos y de rentabilidad a corto plazo, salvo para el
sector de fuerte inercia en que investigación y desarrollo requieren enormes
inversiones a lo largo de varios decenios... energía y armamento forman parte
de dicha inversión.
La economía especulativa se libera entonces poco a poco –pero a cierta
velocidad, por lo cual podemos hablar de «mutación», durante los cuatro
decenios siguientes, de casi todas las trabas legales. Esto es la aplicación
dogmática de las tesis del anarcocapitalismo recomendado por la Escuela de
Chicago, fundada a su vez por el Premio Nobel Milton Friedmann. Doctrina y
práctica se convierten en «ciencia fría» y se liberan de cualquier vínculo con
la moral, ya que enriquecerse se convierte en un fin en sí mismo, algo así como
el arte por el arte.
Los decisores políticos (Carter, Reagan, Thatcher, Clinton, Bush, Blair) no lo
pensaron como tal, pues procuraban más que todo poner nuevamente en marcha la
maquinaria económica, sin imaginar las consecuencias de semejante liberación de
fuerzas. Pero en la práctica se trató de una ruptura epistemológica
fundamental, que nadie percibió como tal cuando sucedió. El capitalismo
financiero, tal como lo teorizó Max Weber se libera primero en la esfera
anglo-estadounidense, la desregulación ocultó la ruptura definitiva con la
ética protestante... cuya transgresión por cierto no daba lugar a priori a
ninguna sanción pero no dejaba de tener peso en el sistema, como base de las
obligaciones jurídicas. Por supuesto, nada de esto sucedió de golpe, la ruptura
de los años 1970 vino anunciándose desde principios del siglo XIX. Es la época
en que la ética del protestantismo había empezado a perder terreno
paulatinamente.
Aquí es oportuno esbozar el nexo existente entre el momento geoeconómico de la
toma de posesión hegemónica. Esta toma de poder, el sistema neoliberal lo
extiende sobre la totalidad del campo económico dentro y en la periferia de sus
zonas de actividad e influencia.
El sociólogo y teólogo de la liberación, Michel Schooyans, profesor de la
Universidad Católica de Sao Paulo, en su monografía Deriva totalitaria del
liberalismo (1991), formula la hipótesis de que una violencia estructural sería
algo consubstancial al liberalismo económico. Esta tendencia por cierto se nota
a través de los análisis del libertariano Milton Friedman, máxime en su obra
mayor Capitalismo y libertad, de 1962. Bajo el pretexto de racionalizar el
hecho de que se desdibuja la libertad política en provecho de la emancipación
económica, Friedman busca más que todo legitimar una liberación total de la
esfera mercantil, sin aspirar a una comprensión holística de la realidad, lejos
de los presupuestos ideológicos, y esto en detrimento de las libertades
fundamentales porque para que la esfera especulativa sea libre de verdad hay
que someter a los pueblos de modo que acepten la inestabilidad consustancial
del sistema. Restructuración, deslocalización de capitales,
desindustrialización, desempleo, servicio de la deuda, quiebra de los Estados,
planes de ajuste estructural y austeridad, desastrosos efectos sociales,
disturbios civiles, guerras de expansión y conquistas...
Por todo esto, ¡hay que acabar con Irán! Porque Irán, como obstáculo a la
integración del mercado único planetario, es un elemento perturbador extrínseco
a la lógica inercial del sistema-mundo. El mecanismo lógico que aquí funciona
sólo puede destrozar todo lo que entre en contradicción con él y vaya en contra
de su ley de desarrollo, o sea, todo lo que impida su cumplimiento.
FUENTE: http://www.cadenaglobal.com.ar/noticias/noticia.php?&cod_noticia=32968&tabla=articulos&cod_seccion=20&cod_subseccion=5
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