¿QUE ES EL SER NACIONAL? (La conciencia histórica iberoamericana)
Juan José Hernández Arregui
PROLOGO
Este libro se explica por la actual situación de la Argentina. He vacilado en lanzarlo a la calle y, finalmente, cedido por el para mí honroso deseo que en su publicación denotasen estudiantes universitarios y públicos diversos del interior del país. Quizá por tales motivos, convenga hacer brevemente su historia, a fin de justificar su existencia en librerías. El bosquejo del trabajo fue una conferencia leída en 1961 con el mismo nombre: ¿Qué es el ser nacional?, bajo los auspicios del Movimiento de Estudiantes Reformistas de la Universidad Nacional del Nordeste, en la ciudad de Resistencia. Un publico heterogéneo y atento, con presencia de obreros, estudiantes y diversos grupos ideológicos, fue el primer indicio de que el tema interesaba. Desde ese año, la conferencia fue tomando dimensión, siempre sobre la idea central originaria, y me convenció de la riqueza del tema. Unos meses después fue leída, ante un público muy vasto —y dividida en dos disertaciones— en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Tucumán. Aunque totalmente alejado de la enseñanza universitaria, dadas las condiciones políticas imperantes en el país, mi estada en la ciudad de Tucumán me puso nuevamente en contacto con los estudiantes, con los cuales mantuve un intenso intercambio de ideas, exigido por ellos mismos, y que me sirvió para precisar conceptos sobre el estado de la opinión estudiantil con relación al problema nacional. Fue una experiencia fecunda pero que, además, me persuadió, a pesar del cortés y respetuoso público que asistió a las pláticas, y del auspicioso acogimiento, casi diría entusiasta, con que fueron recibidas, que sus ideas centrales no habían sido íntegramente comprendidas, y no por falta de interés o capacidad de los estudiantes, sino por las deficientes orientaciones que en el orden histórico y filosófico guían la enseñanza superior en la Argentina. De estas cosas se habla también en este libro. Sin embargo, la más grata sorpresa del autor fue la reacción de una provincia profundamente argentina —Santiago del Estero— ante la conferencia. Un auditorio inusual para una ciudad pequeña, en el que estuvieron representadas las más diversas tendencias, cosa difícil de lograr en provincias chicas peronistas, radicales, nacionalistas, gente de izquierda— recibió mis palabras con tal fervor nacional a pesar de mis ideas en tantos sentidos consideradas extremas, que no puedo menos de recordar a la distancia con gratitud la adhesión de ese público provinciano. Y una vez más confirmé mi certeza de que el país verdadero está en las provincias más humildes. En 1962 fue leída, también ante un público poco común en reuniones de este tipo, y muy diversificado ideológicamente, en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional del Litoral, en la ciudad de Santa Fe, invitado por una agrupación de estudiantes peronistas pertenecientes a la Confederación General Universitaria. El efusivo interés que la misma despertó, el breve debate final, altamente conceptuoso para mi persona, las conversaciones posteriores con los estudiantes y el requerimiento expresado por su publicación me convencieron, al fin, de la posible utilidad de la conferencia ampliada en libro. Así nació este trabajo, que no me contenta.
II
Me deja descontento, en efecto, pues ya terminado tiene múltiples defectos. El primero de todos, porque no es más que una introducción al problema. Tuve la intención de olvidar un poco a mi país y hacer un libro iberoamericano. Las causas de este fracaso son varias y de naturaleza distinta, entre ellas, algunas preocupaciones personales que me privaron de la necesaria tranquilidad intelectual, la vastedad del temario y, por último, la falta de una bibliografía exhaustiva, me llevaron paradójicamente a suprimir casi la mitad de los originales, pues no estaba seguro de la seriedad de algunas tesis y del valor de la documentación edita utilizada. Así, lo que en los comienzos era un proyecto ambicioso, quedo en un libro común, casi diría un largo ensayo. Y hasta desaliñado. La conclusión a que he llegado es que el tema de la América Hispánica desborda a un solo escritor, y debe ser, dadas las actuales condiciones del continente, tarea de equipos universitarios coordinados de los diversos países iberoamericanos. Y esto sólo se logrará cuando las universidades estén al servicio de sus países y no del coloniaje, como pasa hasta ahora, al menos en la Argentina. Al primer traspiés de la idea inicial, se agregó un hecho que espero sea comprendido. La dramática situación actual de la Argentina fue mas fuerte que mi voluntad, e insensiblemente, el tema nacional fue dominando a lodos los demás, que si bien no se diluyeron totalmente, pasaron a segundo término. Si tales temas accesorios vinculados a la América ibérica, a pesar de su exigüidad, sirviesen de aliciente preliminar a otros estudiosos, vería compensado el escaso valor y limitaciones de este libro.
Una de las cosas que tal vez llame la atención es el titulo del trabajo. Sin embargo, el hecho de que aparezca como una interrogación, indica que rechazamos el concepto “ser nacional” como inapropiado. En el primer capítulo se esclarece la cuestión y se determina estrictamente en qué medida puede ser utilizado por pura economía del pensamiento y nada más. De allí que, fuera de ese primer capitulo, la expresión “ser nacional” se usa pocas veces en los siguientes, y siempre como un término puesto entre paréntesis mentales.
No he podido dejar de lado la polémica. Y sé las criticas que libros del tono de éste promueven en ciertos grupos intelectuales pulidos y “ecuánimes”, que se colocan el gorro plateado de las ideas sin acento y de la bondad nazarena frente a los adversarios. Esto es una hipocresía. Nada más fácil para un escritor con oficio literario que manejar cualquier estilo. Yo también lo he hecho en épocas serenas. Mucho más difícil es un estilo honrado. Hasta mi venerado maestro Rodolfo Mondolfo, aun que por causas comprensibles en un europeo, y con la elevación de su ilustre ancianidad, dudó de la dureza de los juicios formulados en mi libro “La Formación de la Conciencia Nacional”. Al respecto debo decir lo siguiente: lo que se llama ponderación de juicio, consideración a la opiniones del prójimo, espíritu crítico equilibrado, en los tiempos tempestuosos de una nación, son con frecuencia evasivas de parte de los intelectuales nativos para no afrontar responsabilidades, la forma cómoda y nirvánica de no comprometerse y evitar los odios contumaces que provocan escritos cuyo único compromiso es la fidelidad al país. Conozco en mi propia persona las dificultades de esta lucha. Pero si alguna dignidad tiene la inteligencia nacional, debe afirmarse en el amor a la patria y en la fortaleza para soportar silencios, calumnias y hasta cárcel. Todo esto es chico porque la patria es grande. He elegido un destino y no me aparraré de éL La influencia que mis libros han ejercido no me halago. Carezco de vanidades. Pero no soy un hombre humilde. Esta influencia no es mía, sino creada por el propios país. Y la aparente rispidez de mis juicios no está dirigida a individuos, sino a lo que ellos y sus grupos, con frecuencia poderosos y organizados, representan. Es el único mérito que me asigno y con ello refuto a los que han desvirtuado mis ideas, incluso mis orígenes ideológicos, al no poder atacar mi vida. Son, por otra parte, contingencias de la lucha. Pero si estas cosas inevitables se comprenden tu los enemigos políticos, carecen de justificación en aquellos que, en una curiosa transposición, al renegar de su pasado mental, son influidos directamente en sus trabajos, en sus ideas, por los escritores de la línea nacional, y luego de repetir mal lo que otros han dicho bien, los atacan y deforman cayendo así en el peor de los fraudes morales. Las ideas sólo sirven para difundirse. Y si no de nada valen. No se trata, pues, de una prioridad. Nadie es original. Todos le deben algo a alguien. Pero seamos probos. Las influencias hay que confesarlas, las ideas ajenas no hay que de formarlas, sino mejorarlas, o por lo menos, asimilarlas con veracidad.
Vuelvo, pues, en este trabajo, que espero sea el último de este tipo, al tono polémico, a ciertas violencias verbales. Pero como se ha dicho, la tan mentada objetividad del pensamiento no es tal, sino una cuestión de estilo literario. Mejor, de carencia de estilo literario. Quizá, en los momentos críticos de un país, los únicos libros objetivos son aquellos escritos con la sangre caliente y la mente fría que los hace neutros a toda pasión innoble. Eso son mis libros. Y en mi ánimo no cabe la ofensa sino un indeclinable amor a la verdad.
III
Debo pedir disculpas a los lectores que han leído mis libros anteriores, Imperialismo y cultura y La formación de la conciencia nacional, pues están agotados y no pienso, por ahora, reeditarlos. Los considero de circunstancias, hijos de la discusión que sacude al país, empequeñecidos por la mención de personas vivas, y en lo esencial, carentes de permanencia. Han cumplido una misión. Y aunque no los estimo como expresiones intelectuales severas, el hecho de que pese al mortal silencio de la crítica colonial, hayan corrido y gravitado, me demuestra que no han sido inútiles. Esta digresión viene, pues aquí —y era inevitable dada la índole del trabajo— se reiteran algunos conceptos desarrollados en esos libros anteriores. Sin embargo, en todos los casos, se ha tratado de mostrar nuevos aspectos y, en suma, ahondar en los mismos. Para los que no conocen esos libros, esto quizá sea ventajoso, pues se evitarán leerlos. Me refiero especialmente a los problemas de la “inrelligentzia”, de las clases medias colonizadas, y de la alienación cultural, teoría hegeliana-marxista, esta última de la que se oye hablar con tanta frecuencia como pedantería, pero que nunca se ha aplicado correctamente a una realidad colonial. En tal sentido, creo haber sido el primero que lo ha hecho en mí libro Imperialismo y cultura, con la originalidad de que los titulados “marxistas” no entendieron nada. Lo cual prueba que el tal “marxismo” en la Argentina no era más que una de las formas de esa alineación cultural del coloniaje. Así, un fecundo método de investigación que influye en todas las esferas del conocimiento desde las ciencias de la naturaleza a las históricas —en la biología, las matemáticas, la etnología y la antropología social, en la física, en la filosofía, en la lógica, en la psicología, en la teoría del conocimiento en la sociología y la historia y de más decirlo, en la economía política—, ha caído en la Argentina en un descrédito indigno de su valor científico. Espero que este libro contribuya en algo a aclarar las cosas, sobre todo en la gente joven, que se interesa no sólo por la metodología, sino por su correcta aplicación a la cuestión nacional.
IV
Al suprimir, como ya se ha establecido, una gran cantidad de material, me he visto obligado a reducir, las pruebas ofrecidas a un mínimo. Es así como he dejado de lado infinidad de testimonios. He utilizado —y hasta abusado— para explicar el cambio de la conciencia histórica de la América Hispánica frente al imperialismo, a das poetas de nuestras tierras, una, porque son representativos —aunque no únicos—, y otra, por hondamente americanos al margen de casilleros políticos. Me refiero a Rubén Darío y Nicolás Guillén. Las citas a ellos, referidas, en todos los casos, tienen valor de documentos históricos al lado de su calidad poética. Y un tal sentido histórico son manejados. También quiero recordar al escritor boliviano Carlos Montenegro, fallecido en nuestro país, de cuyos libros poco conocidos, he tomado algunas informaciones, y al sociólogo brasileño Alvaro Vieira Pinto, autor de la obra Consciencia e realidade nacional (Ministério Da Eduçáo e Cultura), que tuvo la gentileza de hacerme llegar, y que vino tarde a mis manos, aunque alcancé a aplicar fugazmente algunas de sus ideas a la realidad argentina. Cumplo así con un deber de honestidad intelectual.
También aprovecho aquí para refutar una crítica que se me ha formulado: la ausencia en mis libros d notas al pie de página con la nomina de autores y obras consultados. Si no lo he hecho, no es porque ignore la técnica, que justamente he enseñado a varias promociones de estudiantes universitarios, sino porque —y sépanlo estos caballeros que confunden la crítica con la cacería de pulgas— mis libros no son de investigación sino de lucha. Las verificaciones de este tipo, cuando los autores y bibliografía son conocidos y no responden, por tanto, a obras extranjeras, piezas bibliográficas raras o a la labor de archivo, son mera petulancia que, además, sólo sirven para aflojarle la nuca al lector inocente. Por otra parte, cambio mil llamadas a pie de página por una idea.
Y hablando de ideas. A las ideas de izquierda no hay que tenerles miedo. Lo esencial es que sirvan a la causa de la liberación nacional. Muchos motivos explican esta prevención de la denominada línea nacional hacia el pensamiento de izquierda. Y el mayor es, sin duda, el papel que las izquierdas han jugado en la Argentina al servicio de intereses extranjeros. A esta crítica de las izquierdas, creo haber contribuido algo en mis libros, con la peculiaridad de que la misma ha partido de una consideración nacional del problema sin ceder un ápice en mis convicciones ideológicas. De ahí la eficacia de tal crítica. Tengo, pues, derecho a hablar. Pero del fracaso de las izquierdas en la Argentina con relación al pasado, no puede deducirse en modo alguno que esas izquierdas no se nacionalicen. Al revés -y aunque esto encone a los ultramontanos— es en gran parte gracias a la crítica de la “izquierda nacional” surgida con la caída de Perón, que en el orden ideológico esas izquierdas ayer metecas mentales, asisten hoy a un fecundo viraje hacia el país. Y lo que interesa es el país. No los prejuicios ideológicos de las sectas. Es sobre todo la juventud de izquierda la que asiste a esa nacionalización ideológica, y negar este hecho, o verlo con temor, no es mas que una manera del reaccionarismo político. Y por ultimo, libros del orden de éste sólo pueden surgir como efecto de la lucha patriótica por la liberación histórica que ha dejado cauto herencia el peronismo, ese gigantesco movimiento nacional de masas, al cual pertenezco.
J.J.H.A.
Buenos Aires, marzo de 1963.
Capítulo 1
SOBRE EL CONCEPTO “SER NACIONAL”
“El pasado es sabido; el presente,
conocido; el futuro, vislumbrado.”
SCHELLING
En los últimos tiempos se oye hablar en la Argentina del “ser nacional”. Ahora bien, cuando un concepto es manejado por corrientes ideológicas contrapuestas, el mismo es una metáfora o uno de esos recursos abusivos del lenguaje, que más que una descripción rigurosa del objeto mentado, tiende a expresar un sentimiento confuso de la realidad. Y en efecto, cuando oímos hablar del “ser nacional” nos asalta la sospecha que tal concepto aloja un núcleo irracional, no desintegrado en sus partes constitutivas.
Es necesario, pues, analizar metodológicamente, el concepto de “ser nacional” para establecer si contiene elementos concretos, si se ajusta a alguna realidad o es una ficción mental. La exigencia de un examen del concepto es determinada por el hecho de que términos genéricos como éste, proponen en forma deliberada o no la creencia en una especie de ente metafísico flotando más allá del individuo y la sociedad. Espiritualismo dudoso que consiente toda clase de desviaciones reaccionarias, o en el menor de los casos, de escamoteos pseudo-filosóficos. Es preciso, entonces, desnudar al ser nacional de sus pretendidas connotaciones ontológicas, de su brumosidad irracionalista. El concepto “ser nacional” es, en primer término, un concepto general y sintético, compuesto por una pluralidad de subconceptos subordinados y relacionados entre sí. En consecuencia, debemos averiguar si tal concepto abstracto tiene un correlato objetivo, a fin de resolverlo en sus componentes verdaderos. En definitiva, el concepto “ser nacional” debe ser sometido a lo que en sociología se llama análisis factorial, consistente en la descomposición de sus factores reales —geográficos, tecnológicos, histórico-culturales, etcétera—, cuya totalidad material agota el contenido formal del concepto. De lo contrario, hablar del “ser nacional” sin decir en qué consiste, aparte de los equívocos apuntados, es pura esterilidad del pensamiento.
“Ser nacional”, patria, comunidad nacional
Antes de proceder al análisis factorial es ventajoso acercarnos al tema, sustituyendo la idea de “ser nacional” por otra más limitada y comprensiva. Al obrar así, intuimos que la palabra “patria” —al menos desde el punto de vista emocional— expresa aproximadamente lo mismo.
El “ser nacional”, en esta primera reducción de la esfera todavía mal delimitada del concepto, es la patria. Pero también el concepto “patria” es muy genérico. Todos sabemos lo que queremos decir cuando hablamos de la patria. Mas la dificultad empieza cuando queremos racionalizar el sentimiento patriótico. La patria es un concepto poliédrico, no es primario. Es una categoría histórica. El primer reclamo, por tanto, al tentar la aprehensión del “ser nacional”, al romper su corteza formal para apresar su nódulo vital, es sumergirnos en el mundo histórico, en cuyo seno, al fundirse el concepto puro con la realidad, el “ser nacional” empieza a desplegarse ante nosotros, no corno un tropo literario sino como actividad social viviente y desgarrada. La patria, junto con otras notas específicas, de una categoría histórico-temporal experimentada como la “posesión en común de una herencia de recuerdos”. Ahora bien, sólo el hombre es capaz de recuerdos. De modo que la patria, de un lado, es un hecho psicológico vivido como experiencia individual, y del otro, un hecho social, en tanto conciencia colectiva de un destino. Pero corno dijera Napoleón: “El destino es la política”.
Ya entrevemos, con esta inicial corrección de la mira, que el “ser nacional” en tanto patria, hace referencia a una comunidad de hombres. El “ser nacional” es al mismo tiempo un pueblo cultural o comunidad nacional de cultura: Pero explorando e1 concepto de “comunidad nacional”, menos rico, más cercano a nuestras actividades prácticas, comprobamos que el mismo engloba múltiples y contrapuestos elementos constitutivos, no demarcables de primera intención. Por tanto, debemos taladrar la textura de esos elementos formativos del “ser nacional”, de la patria, de la comunidad nacional.
El concepto de comunidad nacional tiende a desplegarse en el más comprensivo de “nación”. La nación, realidad jurídica circunscripta en el espacio y en el tiempo, con una estructura política propia, no es un ente fuera de la experiencia histórica. La nación es dato definible, pues sin territorio no hay nación, e institucional, pues sin normas sociales aceptadas por el grupo no hay vida social, y un hecho histórico, con su génesis y desarrollo, pues expresa el origen y permanencia en el tiempo del grupo institucionalizado, de la continuidad de las generaciones cuyos frutos se mantienen lozanos en el recuerdo de los vivos sobre el reposo y legado de los muertos, en primer término, por la lengua, “existencia y sangre del espíritu”, y además, por la aprobación supraindividual de parecidos valores, pasados y presentes, con los cuales la comunidad nacional se reconoce a sí misma como unidad de cultura.
En estas sucesivas reducciones del concepto, vemos que el “ser nacional” es el proceso de la interacción humana, surgido de un suelo y de un devenir histórico, con sus creaciones espirituales propias —lingüísticas, técnicas, jurídicas, religiosas, artísticas—, o sea, el “ser nacional” viene a decir cultura nacional.
“Ser nacional” y cultura
Empero, el concepto de cultura es de una extrema complejidad. El “ser nacional” se expresa como cultura nacional. ¿Pero qué es la Cultura? En su definición más escueta —luego se ahonda en la cuestión— es el conjunto de bienes materiales y espirituales producidos por un grupo humano, y que da forma a la coexistencia y coetaneidad de una comunidad nacional, más o menos homogénea en su caracterización psíquica frente a otras comunidades. Mas la comunidad de cultura de un pueblo, asentado en una determinada área geográfica, si bien muestra en su taxonomía, rasgos externos que individualizan a ese pueblo como distinto a otros, no es uniforme en su internidad. Dentro de toda comunidad nacional, se comprueban divisiones económicas, vallas culturales, puntos de osificación que aíslan a las clases sociales, tanto como ramificaciones convergentes que las acercan o separan al compás de las luchas internas y las presiones externas. En suma, la comunidad nacional de cultura, es una multiplicidad de tensiones congéneres y antagonistas, cual los músculos del animal, que se expresan, según las clases sociales, como concepciones divergentes de la cuestión nacional.
En la base, pues, del “ser nacional” se encuentran las clases sociales, y dado que la actividad del hombre en comunidad es un proceso que se anuda en las tempestades de la vida colectiva, el “ser nacional” manifiesta su diversidad, en la lucha política de una nación, ya que la política es la actividad práctica del hombre histórico, del hombre vivo, a través de las clases sociales contrapuestas entre sí. Y como “las relaciones entre las clases —según Hubert Lagardelle— son relaciones de fuerza”, en las grandes crisis de una nación, cada clase concebirá la realidad nacional desde perspectivas diferentes. El concepto mental invertebrado, huérfano de contenido, comienza a mostrarnos su pulpa, a impregnarse de vida histórica. El “ser nacional” emerge ahora, como la comunidad escindida, en desarrollo y en discordia, como proceso en movimiento, no como substancialismo de la idea, sino como una contratación, velada o abierta, de las clases actuantes dentro de la comunidad nacional, no como nostalgia por los panteones y ornatos de la historia, no corno paz, sino como guerra. El ser nacional, en última instancia, pugna por cimentarse sobre las oposiciones de las clases sociales que luchan por el poder político. En síntesis, el “ser nacional” no es uno sino múltiple.
El “ser nacional” y la cuestión colonial
El problema no está agotado. Ninguna nación es autónoma. La técnica ha achicado el planeta, comprimido la geografía y copulado los contactos económicos y culturales de los pueblos. Esta transformación formidable del mundo y de la vida no es apacible. En la era del imperialismo, inaugurada durante el siglo xix, y a cuyo tramonto y cercano incendio asistirnos, hay naciones poderosas y naciones débiles, metrópolis y colonias. O como dijera Manuel Ugarte, “unos pueblos viven en mayúscula y otros mueren en minúscula”. De acuerdo a la categoría a que se pertenezca, el “ser nacional”, la patria, la comunidad nacional, la cultura nacional, a través de las clases sociales en tensión, tiende a refractarse de modo distinto en un país dominante que en un país dominado. Así, el rasgo contradictorio principal del “ser nacional”, en los países uncidos a la órbita de las grandes potencias mundiales, es en determinadas clases, como proyección mental del imperialismo sobre las colonias, el sojuzgamiento acatado del “ser nacional” a la voluntad extranjera, y en otras clases, una disposición contraria de no entrega del destino nacional, de la patria, de la heredad cultural, a los poderes extraños. El “ser nacional” es entonces alterado, que es una forma de negarlo, por las clases superiores infartadas en el universo abstracto de las formas económicas y culturales del imperialismo, y al revés, el “ser nacional” es afirmado por aquellas que sufren su yugo. Y si el “ser nacional”, ahora despojado de sus velos abstractos, es afirmación y no negación, simultáneamente es conciencia antiimperialista, voluntad de construir una nación.
La voluntad de ser nacionales, por esa unidad mencionada del mundo actual, no es patrimonio de una colectividad incomunicada. La división del globo en países colonizadores y colonizados, hace que la cuestión colonial sea una en su generalidad, aunque diversa en sus singularidades nacionales. La lucha anticolonialista —dicho de otro modo— es mundial en relación con el sentido último de la Historia Universal, aunque en lo inmediato siempre se Presente como lucha nacional. Más si la explotación de los países coloniales, debido a la internacionalización de la economía carece de circunferencia, la cuestión nacional es, al mismo tiempo, parte indivisa de la situación mundial, y en el caso de la América Ibérica, por parentesco geográfico, de lengua y de problemas, es conciencia histórica hispanoamericana, vale decir, la cuestión de la liberación nacional es impartible de la liberación de la América latina, la gran nación inacabada por el empuje anglosajón durante el siglo XIX. En este plano de la consideración histórica del asunto, el “ser nacional”, desmondado de su cáscara ideal, no es otra cosa que el enfrentamiento de la América latina con Inglaterra y Estados Unidos, la conciencia revolucionaria de las masas frente a la cuestión nacional e iberoamericana.
Definición del “ser nacional”
A través de las sucesivas reducciones operadas en el concepto, vemos que el “ser nacional” no es una categoría reseca del espíritu. Es un hecho político vivo empernado por múltiples factores naturales, históricos y psíquicos, a la conciencia histórica de un pueblo. Si entendemos por definición, la pregunta y respuesta sobre el ser de un objeto, y si este objeto no es trascendente, sino un compuesto de factores reales, el “ser nacional” se convierte en algo inteligible, o sea, en una comunidad establecida en un ámbito geográfico y económico, jurídicamente organizada en nación, unida por una misma lengua, un pasado común, instituciones históricas, creencias y tradiciones también comunes conservadas en la memoria del pueblo, y amuralladas, tales representaciones colectivas, en sus clases no ligadas al imperialismo, en una actitud de defensa ante embates internos y externos, que en tanto disposición revolucionaria de las masas oprimidas se manifiesta como conciencia antiimperialista, como voluntad nacional de destino.
El “ser nacional” se ha disipado para dar lugar a un agregado de factores cuyas relaciones hay que investigar partiendo de la realidad. De la realidad que nos envuelve. Y como mandato del presente. Tales factores —la vida histórica es infrangible— se muestran en reciprocidad de entrecruzamientos y perspectivas históricos-culturales, y sólo por razones expositivas pueden separarse.
Si el “ser nacional” —y sólo en este sentido es licito utilizar el término— es el conjunto de los factores reales enunciados, es obligatorio buscar sus orígenes en la historia. Hay, pues, que retroceder a España, y al hecho de la conquista, calar en las culturas indígenas y en el período hispánico, vadear el más cercano de la caída del Imperio Español en América con el ascenso del dominio anglosajón, de allí pasar a la época actual descifrando la influencia del imperialismo con su tendencia a la disgregación de lo autóctono y, finalmente, como resultado de este retorno a los orígenes, que es el único método que explica el estado actual de una realidad histórica, denunciar enérgicamente la versión antinacional adulterada sobre estos pueblos, sancionada a través del sistema educativo por las oligarquías dominantes.
Todo esto exige una revisión de la historia. Revocar la imagen aceptada sin critica sobre España y sobre la América Hispánica, es romper con falsos nacionalismos que han marcado nuestra servidumbre material y cultural a lo largo de los siglos XIX y XX. Únicamente es legítimo —como trataremos de probarlo— hablar de un nacionalismo iberoamericano, apto para restituirnos nuestro pasado, y a través de la conciencia histórica del presente, abrirnos a un porvenir de grandeza.
Una de las ideas centrales de este libro, que indaga en la existencia de la nacionalidad, es la América latina. Otra de las ideas vertebrales, la abolición del concepto sobre España, difundido por la oligarquía argentina, cuyos intereses de clase la trocaron en un apéndice del Imperio Británico. Se reivindica aquí a las poblaciones nativas, infamadas por esa misma oligarquía. Tal empresa, que ya tiene valiosos antecedentes en la Argentina, significa para muchos una inversión escandalosa de la historia, cuando en rigor no es más que el desarbolamiento de las idolatrías que aún actúan como narcóticos culturales sobre los argentinos bajo el peso muerto de las tradiciones históricas del patriciado. Para reconocernos hispanoamericanos, es perentorio conocer la historia de la América Hispánica, deformada mediante técnicas de penetración y dominio que el imperialismo utilizó durante el siglo xix para guardarnos desunidos. La exigencia de ahondar en la realidad de la América Hispánica, responde al imperativo de contemplarnos como partes de una comunidad mayor de cultura. Y en tal orden, el estudio de la historia iberoamericana, es la substancia de nuestra formación como argentinos.
Historia y clases sociales
La enseñanza de la historia encubre los intereses de la clase vencedora expuestos corno valores eternos de la nación. Esto es particularmente cierto en los países coloniales. Sarmiento será para la oligarquía ganadera un arquetipo, pues su concepto de “barbarie” implica la negación de las masas en la historia. A la inversa, si La clase trabajadora pudiese elevarse súbitamente a la conciencia histórica, designaría en Sarmiento un enemigo, y en tus caudillos, el antecedente necesario de su propia lucha como clase nacional. Pero nada más que un prolegómeno. Pues la lucha de las masas no se inspira, es obvio, en melancólicos funerales póstumos de las montoneras del siglo xix, sino en la revolución latinoamericana de este siglo. Cuando la historiografía de los vencedores es enjuiciada ante el tribunal de la historia por grupos intelectuales con conciencia nacional, y tal actitud coincide con la madurez política de un pueblo, puede predecirse que el poderío de la clase terrateniente peligra en tanto se derrumba el monumento todo de una historia oficial que sirvió de pedestal a ese predomino de clase idealizado.
No se trata de un mero litigio en la palestra de la cultura. Esta antítesis cultural es un derivado del proceso de la industrialización que desplaza a la antigua clase dominante del poder político. En tales períodos se asiste, como en la Argentina actual, a los intentos de la oligarquía, aún poderosa, por rejuvenecer sus mitos decrépitos, enderezados a negar que la Argentina tenga otro destino que el que siempre tuvo: los frutos de la tierra. El pensamiento de la oligarquía cae dentro de este retrato, en tanto genérico por encima de las épocas, que hiciera Marx de la nobleza feudal europea, amenazada por la era industrial: “El terrateniente subraya el noble linaje de su propiedad, los recuerdos feudales, las reminiscencias, la poesía del recuerdo, su carácter generoso, su importancia política, etc., y cuando habla en términos económicos afirma que únicamente lo agricultura es productiva. Al mismo tiempo retrata a su oponente como un individuo taimado, convenenciero, engañoso, mercenario, rebelde, sin corazón y sin alma, un bribón violento y mezquino, servil adulador, lisonjero, seco, sin honor ni principios, poesía ni nada semejante, enajenado de la comunidad con la que trafica libremente, y que fomenta, alimenta y ama la competencia, con ésta la pobreza, el crimen y la disolución de todos los vinculas sociales”.[1]
La crítica a la cultura de la oligarquía no es ociosa. Es una de las armas que deterioran su preponderancia política, y el paso previo para una reforma de la educación, encaminada a desvanecer la imagen de una Argentina agropecuaria, inducida desde la escuela, a varias generaciones de argentinos. Esta cultura es una fracción del dominio imperialista. De ahí que en las horas que adelantan la liberación de un pueblo, la conciencia histórica, en sus escritores auténticos, muestra una doble arista, de un lado, es conocimiento del pasado, y simultáneamente, conciencia revolucionaria actual, vale decir, troquelamiento racional con el porvenir de la nación, que no implica una fractura histórica, sino una prosecución, donde la inteligencia nacional retorna al pasado, no para estancarse en la edad de oro perdida para siempre de la clase terrateniente, sino para superarlo, tomando de ese pretérito enmudecido por la oligarquía, los elementos vivos en el pueblo que fortalecen las exigencias revolucionarias del presente. Tal conciencia histórica, al acometer al patriciado, no propone deshacerse del pasado, sino ponerlo sobre sus pies, ya que la negación del pasado sería cegar las fuentes de la comunidad nacional en las que las tendencias espontáneas y profundas del pueblo se alimentan. Al pasado arcadiano de la oligarquía, el espíritu revolucionario opone el pasado real que descarna a ese ideal de todo romanticismo, y lo exhibe a la luz de la verdad histórica, como la codificación espiritual de los privilegios de una clase. Esta conciencia histórica, segura de sí misma, tiende a identificarse con los valores soterrados de la vida del pueblo. La conciencia histórica, refuta lo que del pasado, una clase declinante pretende mantener en vigencia contra el desarrollo nacional, y ubica a esa clase, ahora antinacional, dentro de la totalidad de la historia argentina. Sabe bien, la conciencia histórica, que: “Todas las fases históricas sucesivas no son sino etapas en la marcha de la evolución y progreso de la historia humana. Cada fase es necesaria y por lo tanto legítima para la época y circunstancias a las cuales debe su existencia, aunque resulte caduca y pierda su razón de ser ante condiciones nuevas y superiores que se desarrollan paulatinamente en su seno” (HEGEL), La conciencia histórica no niega a la oligarquía como pasado. La niega como presente. Y averigua y enhebra las causas que desde ese ayer han ido marcando gradualmente su actual decadencia nacional.
La autonomía cultural que se postula en los escritos de los pensadores más nacionales florece sobre los ensayos de independencia económica, o mejor aun, en los períodos precursores de la liberación, al tiempo que, en estas etapas, recrudece la defensa de la cultura europea contra la reivindicación de la nativa de parte de los intelectuales subordinados de la oligarquía, verdaderos beocios culturales en la medida que niegan la cultura nacional en nombre de la cultura extranjera.
Los orígenes del “ser nacional”
En este rastreo del “ser nacional” en el otrora, una de las falsificaciones que es necesario poner en descubierto, es el concepto de la oligarquía sobre España. El nacimiento de la nacionalidad no puede segregarse del período hispánico. La historiografía del liberalismo conservador ha procedido a la inversa. El país empieza en 1810. Desligar a estos pueblos de su largo pasado, ha sido una de las gras desfiguraciones históricas de la oligarquía mitrista que se aquilató en el poder en 1853. Esta clase es española por sus orígenes. Y hasta en su estilo de vida. Su posición frente a España, exige por lo tanto una explicación. El menosprecio hacia España arranca de los siglos xvii y xviii como parte de la política nacional de Inglaterra. Es un desprestigio de origen extranjero que se inicia con la traducción al inglés, muy difundida en la Europa de entonces, del libro de Bartolomé de las Casas Lágrimas de los indios: relación verídica e histórica de las crueles matanzas y asesinatos cometidos en veinte millones de gentes inocentes por los españoles. El título 1o dice todo. Un libelo. Con relación a esta publicación, J. C. J. Metford, recuerda que en la dedicatoria se invoca a Cronwell para “conducir sus ejércitos a la batalla contra la sanguinaria y papista nación de los españoles. La “leyenda negra” fue difundida por los ingleses como arbitrio político, en una época en que los Habsburgos mandaban sobre Europa y amenazaban a Inglaterra, entonces una potencia de segundo orden. Tales diatribas compartían un estado patriótico generalizado. Y fue registrado por poetas como Tennyson:
Los reinos de España
reino de los diablos, y
los perros de la Inquisición.
A la inversa, Lope de Vega, llamará a Isabel de Inglaterra “sanguinaria Jezabel”. Las contiendas religiosas del siglo xvii entre España católica y la Inglaterra disidente, enmascaraban la liza por el poder mundial, hasta entonces empuñado por España. La creciente expansión inglesa se atavió de puritanismo, del mismo modo que la decadencia española de fanatismo católico. En realidad, lo que estaba en juego era el próximo desplazamiento del poder naval. Todo esto se entiende por sí mismo. Más difícil es comprender —tan mezquina es la causa— que las oligarquías criollas después de la emancipación, en lugar de conservar sus orígenes, denigrasen sistemáticamente a España a partir de la segunda mitad del siglo xix para romper de este modo, no con España que ya no era un peligro, sino con ellas mismas desde el punto de vista del linaje nacional.
Esta infidencia de la oligarquía para su raza y estirpe histórica ha tenido efectos duraderos en la cultura argentina. España dejó de ser parte rectora de un glorioso pasado europeo para descender al menoscabo espiritual, todavía perdurable en muchos argentinos que recibieron sobre España la idea extranjera que de si misma se formó la oligarquía de la tierra —a pesar de su genealogía española— al ligar sus exportaciones al mercado británico. En tal sentido, este sentimiento antiespañol, es la remota proyección en el tiempo, de aquella inicial rivalidad entre España e Inglaterra. Y la denegación de España, de parte de la oligarquía, en su nuez, no es más que el residuo cultural mortecino de su servidumbre material al Imperio Británico.
Los pueblos, en cambio, se mantuvieron hispánicos, filiados al pasado, a la cultura anterior. Lo cual prueba el poder de esa cultura española que la oligarquía repudió para vivir en adelante de prestado.
España y Europa
De las naciones de Europa, ninguna como España escaló tan arriba las cumbres del esplendor universal. Pero se generalizó un siglo —el XIX— que encorva el destino de España, a toda su historia europea. Al mismo tiempo, pero con signo inverso, al posterior poderío inglés, a través de una de las muchas más hipócritas y ambiguas del racismo, se lo hipostasió en superioridad civilizadora de los anglosajones. Asistimos hoy a la declinación de ese poder, sin duda sobresaliente de Inglaterra, pero nunca tan grandioso como el que congregó España. La inferioridad de lo español se convirtió en un lugar común de nuestra educación. Y coincide con la penetración mercantil inglesa en la América Hispánica. A raíz de la emancipación, en efecto, junto con las mercaderías británicas, comerciantes y cronistas con frecuencia agentes secretos, escriben sus memorias e impresiones de viajes sobre la América Española. Estos transeúntes han influido de modo decisivo en la historiografía liberal que ha repetido en español las licencias de escritores de paso como Ricardo Eden, pasando por Hakluyt. Purchas, Jh. Harris, Knox. D. Henry, hasta Parish Roberston, Myers, etcetera.
Peregrinas tesis, de mayor vuelo, pero no menos tendenciosas, se acompañaron desde entonces contra España. El Renacimiento —según una de ellas- no penetró en España. Hecho inexacto como lo probó Aubrey Bell. Y se disimuló que la conquista de América es la más alta manifestación vital de ese Renacimiento. O que la figura de Juan Luís Vives es tan importante o más que la de Erasmo. Se ignoró la deuda —bien asegurada— de Shakespeare a la literatura española. Y a Shelley, cuyos dioses fueron Platón y Calderón, según sus palabras. De ese mismo Shelley que proclamó la grandeza universal de:
“esa majestuosa lengua
que Calderón lanzó sobre el páramo
de los siglos y de las naciones…”
A su vez, se tomó lo peor de España. El libro de Joaquín Costa, sobre el caciquismo español, fue el catecismo de los historiadores adversarios de España. Por esta ruta se mintió sobre el caudillo hispanoamericano. Que fue lo mejor y no lo peor de estas tierras. No bárbaros. Sino expresiones democráticas de las masas nacionales. Y así en todo.
Hoy mismo, asumir la defensa de España, es en la Argentina, motivo de resquemores ideológicos. España es el pueblo más perfilado de Europa. Un enigma para los europeos. Frente a España sólo cabe la calumnia o la admiración. No hay alternativas. Entre todos los pueblos de Europa, es culturalmente el más perfilado, en la medida quizá, que no es enteramente europeo. Han sido los alemanes quienes más han ahondado sobre España. Esta seducción ejercida sobre España, con el antecedente de Schopenhauer, traductor de Gracián y admirador de Calderón y Lope, encuentra investigadores como K. Vossler —a quien aquí citamos porque no irrita a nuestras “élites”— que ha desautorizado a los enemigos de este pueblo, particularmente a los escritores ingleses, cuyo interés por España, junto a los aciertos parciales de Ticknor y Fitz Maurice Kelly, nunca ha podido librarse del todo de una intención política aviesa, con antecesores como el gran historiador Th. Buckle, cuyos juicios malévolos y hasta grotescos sobre España han sido, en buena parte, oficializados en la América Hispánica por las oligarquías vernáculas del siglo xix.
Para K. Vossler, España es una cultura viva, racial y espiritualmente diversa en su internidad. Estas divergencias, dentro de la unidad, tuvieron proyección histórico-universal, al fundirse las características de la nación, con Fernando e Isabel en 1479. Sometida a sucesivas olas inmigratorias, asiáticas, europeas, africanas, estas estratificaciones culturales dieron individuos como Adriano, Marco Aurelio, Luciano, Marcial, Orosio, Quintiliano, Séneca y tantos otros. Vossler ha relacionado el espíritu español, en parte supranacional, con el paisaje y la historia de España y explorado las radículas de esa flora en la que el sentimiento copioso de la vida se asocia la ilusión ultraterrena de un reposo en lo eterno. La cultura europea tiene una inmensa deuda con el pensamiento judío-arábigo del siglo xii. De los innúmeros afluentes culturales en que se humedeció España por razones geográficas y políticas, devino el pensamiento religioso y científico de judíos y mahometanos asociado al cristianismo, cuyo pináculo europeo, sin perder sus simientes españolas, fue Spinoza, continuador de Averroes y precursor de Leibnitz, Kant y Goethe. Voltaire y Renán rindieron justicia a grandes precursores españoles del pensamiento moderno. Gabriel Tarde insistió sobre la deuda de Francia a España. Este magnífico periodo preparatorio fue una especie de anticipo de la ilustración, desde el neoplatonismo a la mística, que influye en Dante y en no pocos antecesores del Renacimiento.
La inquisición misma no puede desprenderse de esta duplicidad del pensamiento español, místico sí, pero oscilante entre la fe teologal y la herejía racional. En Unamuno puede comprobarse este dualismo que inunda como un torrente oscuro y luminoso a un tiempo el arte español. Este punzón crítico atento en la fe, chispea en lo picaresco español. No es casual que Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, que profesaron en órdenes religiosas, fuesen al unísono realistas de la vida, maestros de una literatura sensual y nítida. Las guerras religiosas contra los árabes fueron morteros tanto del poder de la Iglesia y el patriotismo del pueblo, como estímulos contrarios a esa dirección, siempre larvados en el alma española, más cerca de la tolerancia que del dogmatismo, y que se expresó en la nunca desmentida humanidad del español, en comparación con otros pueblos de Europa, magüer su posición absolutista y papista en materia católica. Este desdoblamiento hace difícil comprender a España. El espíritu de la contrarreforma, a través del sistema pedagógico y militar de Ignacio de Loyola, refluyó en toda Europa. La misma Inquisición, institución típicamente española, debe interpretarse en su faz psicológica, como el candado de esa inseguridad del hombre español, intermedio entre la fe y el ateísmo, temeroso de sí, y, sobre todo, de la propia conciencia heterodoxa. Nada más problemático que un pueblo que a si mismo se pone cerrojos y los acepta como santos. En las hogueras, el español abrazaba su trágica conciencia irreligiosa, su íntimo demonio. A nadie como el español le conviene esta observación de Novalis: “Es extraño que aún no haya sido descubierta la vinculación interna que existe entre la voluptuosidad, la religión y la crueldad, y que los hombres no hayan comprendido que entre estas emociones existe un estrecho parentesco y una comunidad de tendencias”. No hay dudas que la Inquisición quemaba herejes. Del mismo modo que en la última guerra civil los españoles incendiaban monjas. A las dos Españas les gusta el fuego. Y las cosas van por turno.
A España se la ridiculiza como un leprosario de mendigos, pícaros, fanfarrones y nobles de capa caída, o se la sublima con los arreboles estivales de un romanticismo bochornoso. En ambos casos, el contorno de España es siempre español. O sea intrasegable. Lo definido de la cultura española es lo indefinido de su composición étnica y de su amalgamiento con civilizaciones que en España perdieron lo que les era insito. España es el único país autóctono de Europa, con excepción, quizá, de Rusia, también una cultura mesturada y, al mismo tiempo, profundamente nacional. Todo lo español es con respecto a Europa español. Y en parte, por la misma causa, lo hispanoamericano, no es Europa, sino la América Hispánica. Esto lo presiente el mismo Vossler: “Después de adquirir la Independencia política las repúblicas americanas y debilitados los vínculos económicos que las unían a España, se ha originado a consecuencia de la desaparición de relaciones de orden material, un sentimiento depurado de comunidad espiritual y moral, una conciencia cultural que se nos presenta como algo profundamente íntimo y sincero, más puro y menos lleno de espíritu de competencia que los nexos de unión que existen entre Inglaterra y la América del Norte. Querer presentar lo hispánico cómo factor de ‘Real politik’ sería prematuro, pero es indiscutible que entra a formar parte de los imponderables más importantes de la política futura. Por imprecisa y contradictoria que sea aun la ideología del hispanoamericanismo.
España y América
España es un componente real de Hispanoamérica. Parecería un contrasentido hablar del “ser nacional” argentino y, al mismo tiempo, filiarlo a la América latina, que no es una nación, sino un racimo de regiones supuestamente soberanas e, incluso, enconadas por celos nacionales mutuos. Pero si esas fronteras fuesen ficticias y esos celos aguijoneados por focos excéntricos del poder mundial, adversos a nuestro destino común, entonces la aparente contradicción cedería a la necesidad de revisar nuestras creencias adquiridas y, por tanto, el sistema educativo que nos ha inyectado, desde la infancia, el prejuicio que las naciones latinoamericanas son autónomas entre sí.
Y en efecto, la verdad es otra. La disposición glomerular de la América latina, sus países en mosaico, no responde a causas geográficas, históricas o raciales fatales. La fracturación de la América latina es una edificación artificial de la Europa del siglo xix, en lo esencial, no deseada en el momento de la emancipación, por los pueblos hispanoamericanos. Y aquí cabe una aclaración preliminar. Cuando en este trabajo se habla de la América latina, nos referimos —sin agotar la distinción— a su realidad económica y política presentes. En cambio, cuando designamos la historia y la cultura de estos pueblos, preferimos hablar de América Hispánica o Ibero América. La denominación de América latina, a más de culturalmente imprecisa y cercana, se extendió al término de la centuria pasada, apoyada por escritores encandilados por Francia, se aclimató finalmente en este siglo xx, bajo el ascendiente de personajes como Clemenceau o Poincaré, y es en alguna medida el resabio con cosméticos modernos de aquella inquina hacia España que viene de la política continental europea de los siglos anteriores, no sólo de parte de Inglaterra, sino de Francia, interesada por igual en el reparto de los restos del antiguo Imperio Español en América.
Se contrarió así el sentimiento hispanoamericano de estos pueblos que, salvo en los grupos inmigrantes postreros, permanecieron extraños a una “latinidad” irreal. La latinidad no existe. Corno no existe Occidente. Lo mismo puede decirse del concepto de hispanidad, en el que se entreveran como sombras chinescas de las ideologías del presente, fantasías religiosas e imperiales con hedor a sepulcro. En esta última cuestión cabe decir que el fracaso de la idea substentada por autores españoles y americanos sobre el anudamiento económico y cultural de América y España, a fin de resucitar la antigua conexión histórica, no ha ido más allá de una infusión de nostalgia monacal y utopismo reaccionario que aún desvaría con la restauración de un Imperio Católico Hispánico. España nada puede aportar, por su condición de potencia secundaria —y ya lo era con relación a la América Española en los preámbulos de la emancipación—, a la liberación de Latinoamérica. Tal liberación no es una cuestión de espíritu, sino de máxima concentración económica y militar en una zona del planeta a la cual España no pertenece. La misma apatía de España es la prueba de su impotencia nacional para dar forma a ese ideal, pues también las naciones se proponen sólo aquellos fines que pueden alcanzar. Y la política real impone límites a los sueños. La leyenda contra España, erigida por los anglosajones, debe ser desarmada por los hispanoamericanos, más que por los españoles, y tal criterio revisionista ha de acicatearse en nuestra realidad, puesto que el punto de vista nacional de España no es ya el nuestro. La tesis verdadera la planteó Unamuno: “España tendrá que reconquistarse a sí misma desde América”. Y España, en el presente, no puede hacerlo. Si nocivos son los malentendidos sobre España, no lo son menos los devaneos de un hispanismo que, como en la Argentina, glorifica a España en el plano trascendente, y detesta la realidad hispanoamericana, en particular al indio, que nos debe preocupar, tanto o más que el ingrediente español de nuestra cultura. Menéndez Pidal, Pi y Sunyer, Unamuno y otros, lo han entendido así, a despecho de los corifeos del Imperio. Demasiada atareada en su propia decadencia —lo cual no es negar un resurgimiento—, España se ha amputado de América, y si alienta imperecederamente en estas tierras es porque la cultura es más durable que los avatares recientes de la historia de España.
Esto no modifica los términos. La España que vive en América es la que respira, a través de la continuidad de las generaciones históricas, en sus pueblos anónimos, en la posterior inmigración ibérica y sus hijos, que tampoco son españoles, sino hispanoamericanos. El español en América, a diferencia de otros pueblos europeos, deja de serlo, y esa es la peculiaridad que lo planta, como ayer, en la tierra que los mayores conquistaron y sembraron con el espíritu de España y Portugal. Todo iberoamericano se siente plácido en España. Y todo español en América. Marcelino Domingo, hace décadas, lo vio corno español al visitar Cuba: “La tercera sensación que América alumbra en el español, es un apetito insaciable de comprendernos. Apetito en el español que hoy desea comprender al español de siglos pretéritos. ¿Qué llevaba en el alma el español del siglo xvi que arribó a esas costas? ¿Qué hizo para que, dejando atrás el tesoro de su religión y su lengua, perdiera el dominio civil? ¿Qué fue el español que, dejando en América tan honda huella de las grandezas y miserias de España —grandezas y miserias que perduran—, acabo por ser desposeído de todo el haz de la tierra? ¿Qué dejó España en América que, finalizadas las guerras, cuando la dependencia de colonia a metrópoli cesaba, era posible entre españoles y americanos una convivencia social que el tiempo intensifica con rasgos de cordialidad? ¿Qué conducta debería ser la conducta futura de España, la vieja metrópoli desangrada y caída, con respecto a estas antiguas colonias que han logrado ejecutorias de soberanía? Este apetito de comprendernos, revisando los fundamentos de nuestra historia, de nuestra psicología y de trazar sobre las ruinas del imperio deshecho las líneas de una federación, es la sensación que inquieta al espíritu. Esta sensación es el honrado y humano afán de ver el trozo del mundo sobre el que podemos influir con ojos de juez, que ven con justicia y con ojos de águila que ven con magnífica grandezas”.
América latina, durante el siglo xix, fue avasallada por pueblos con los cuales no tenía ninguna afinidad cultural. Pero esta recusación mutua, al agravarse la explotación imperialista, ha mantenido ardiente el instinto de una diferencia cultural que es el impulso hacia la unidad del porvenir. Generaciones enteras de hispanoamericanos —no los pueblos— han adherido al mito de la supremacía anglosajona. El pionero fue Sarmiento. Tanto corno el dominio económico, este fraude espiritual ha sido la obra maestra de las naciones imperiales. Pero América Hispánica está presente. Y la experimentamos “nuestra”. Sentimiento que enclaustra una realidad pasada, presente y actual, no consumada en la esfera de la política mundial, pero siempre rediviva la conciencia ancestral de Iberoamérica. Tal hecho emocional es el germen de una nacionalidad en potencia que rebalsa las fronteras sin causa, y cuya horizontalidad geográfica tiende por ley histórica a la verticalidad de un sentido. Este nacionalismo hispanoamericano ha sido contravenido por nacionalismos locales, que reproducen, parcializados, los intereses agrarios de las oligarquías nativas hostiles a la unidad continental. Pero Iberoamérica reúne las condiciones de una nación integral. Y el falaz, nacionalismo de las repúblicas sin existencia propia, auspiciado desde afuera, será sustituido por la conciencia histórica de la nación iberoamericana.
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