Ex soldado Combatiente de Malvinas -
En Página/12 del 21/01 el periodista Luis Bruschtein (LB) escribe una Editorial que lleva el título de “Patriotismos”, en donde reflexiona en torno al conflicto de Malvinas y su significado. Por tratarse de un intelectual influyente dentro del círculo oficialista podemos suponer que sus opiniones expresan la opinión de un sector del progresismo más o menos cercano al kirchnerismo.
La nota es interesante y merece un análisis exhaustivo pues va directo al tema central que evoca la reivindicación de Malvinas: la relación que existe entre la guerra de 1982 en el Atlántico Sur y la cuestión nacional en un sentido más general, es decir, la defensa integral de las riquezas del país, tanto en el plano material como inmaterial (cultura, valores, etc.).
Dice con acierto LB que la dictadura cívico – militar que gobernaba la Argentina en 1982 “representaba lo opuesto (a lo nacional) y sin embargo pudo apropiarse de esta reivindicación y usarla en contra de todos estos propósitos, en contra de su pueblo, de los intereses nacionales y finalmente en contra del territorio”. Más adelante agrega: “no se construye un discurso nacional sólo con elogios al gaucho, a la bandera y a las Malvinas, golpeándose el pecho y hablando a los gritos, porque ese es el falso discurso patriótico que reproducía los valores dominantes de un liberalismo conservador opuesto a lo nacional y popular (...). Se puede hablar de gaucho, bandera y Malvinas y cantar chacareras todos los días y al mismo tiempo subordinarse al ALCA, al FMI y reprimir a estudiantes y trabajadores”.
En suma, según LB la fraseología vacía, la retórica sobre la Patria y sus símbolos antes y después de 1982 fue puro macaneo, una operación de encubrimiento de la completa claudicación del país ante los poderes mundiales (FMI, multinacionales, etc.). La conclusión es exacta, sin duda. Baste mencionar el proceso de extranjerización de la riqueza nacional, que se puso en marcha bajo la dictadura de 1976 (Martínez de Hoz, L. Sigaut, W. Klein, etc.) y continuó ininterrumpidamente durante el período “democrático”, hasta alcanzar su plena consumación con el menemismo. Corresponde agregar que hasta el día de hoy dicha extranjerización se mantiene intacta en lo esencial, pese a que un gobierno que se autodefine del campo nacional y popular gobierna la Argentina desde el 2003.
Pero hay un contrasentido en el planteo de LB porque precisamente lo que distingue a los sucesos de 1982 de las ficciones pseudopatrióticas anteriores y posteriores es que, por primera vez en 150 años, la reivindicación de Malvinas pasaba del inocuo ámbito de las declamaciones diplomáticas o de los enunciados escolares, al campo ardiente de la ocupación territorial efectiva, a la recuperación de la soberanía plena en el Atlántico Sur, cualesquiera que hayan sido las motivaciones subyacentes de quienes promovieron la recuperación de la soberanía austral.
Esa duplicidad que enerva con razón a LB se quebró el 2 de abril. Malvinas se elevó de los discursos a los hechos, de lo abstracto a lo concreto (diría Marx), de las palabras huecas a la recuperación del territorio y sus riquezas. Y al pasar al plano de la realidad desató una fenomenal reacción popular de júbilo, produjo en menos de lo que canta un gallo un reacomodamiento en el sistema de alianzas internacionales de la Argentina (retorno a los No Alineados, ruptura con EE.UU. y Europa, acercamiento a Cuba y Latinoamérica, estallido del TIAR, etc.), así como una paulatina toma de distancia de sectores políticos y sociales que habían apoyado firmemente a la dictadura desde el golpe del 76. La fuerza de los hechos provocó un freno en los proyectos privatizadores que había puesto en marcha meses antes el ministro de Economía de entonces, Roberto Alemann, hombre del riñón del liberalismo y varias veces candidato a ocupar ese cargo en los años posteriores, ya bajo la plena vigencia de las instituciones de la democracia (colonial).
Los cimientos mismos sobre los que reposaba la dictadura que gobernaba el país desde el ’76, y que constituían su verdadera razón de ser en términos históricos (alineamiento con Occidente imperialista, reconversión privatizadora del aparato productivo, freno al alza de masas del período anterior, desmovilización popular, represión interna, etc.), fueron sacudidos por el acto soberano del 2 de abril y sus consecuencias, muchas de las cuales escapaban a las intenciones de sus actores. Las Fuerzas Armadas dejaban de apuntar hacia adentro y enfocaban sus cañones hacia los históricos enemigos de nuestra plena independencia nacional. La nación en su conjunto se movilizaba en las calles no en torno a un triunfo deportivo sino alrededor de la lucha antiimperialista contra la alianza angloyanqui. Es indudable que el comportamiento de la conducción político-militar de la guerra no estuvo a la altura de las circunstancias. Cometió graves errores de cálculo, vaciló entre avanzar o retroceder, rechazó ayuda de otros países de América Latina, fue incapaz de extender el conflicto al plano económico, cultural, etc., tuvo siempre una actitud ambivalente. En Malvinas, por ejemplo, salvo honrosas excepciones, los oficiales y suboficiales jamás ejercieron el rol de liderazgo y esclarecimiento que insuflara motivación y concientizara a los soldados para la lucha. En definitiva ¿qué podía esperarse de un Ejército cuya oficialidad estaba en buena medida imbuida de las hipótesis de conflicto impartidas por la Escuela de las Américas en la cruzada anticomunista encabezada por EE.UU.?
Pero pese a todo lo anterior, LB coincidirá en que la ocupación de Malvinas y sus consecuencias políticas, diplomáticas, culturales, etc., no fueron “hechos imaginarios”, ni “ensoñaciones discursivas”, ni “arengas de cuartel”. Fue un acto real, tangible, de una fuerza incontenible, que provocó un inmediato cambio en el panorama político nacional. Precisamente esa fuerza material y espiritual anticolonial, cimentada en la sangre y el barro del combate, fue la que se pretendió erradicar finalizadas las operaciones militares en el Atlántico Sur, iniciando la indigna etapa de la “desmalvinización”. No fueron las vacilaciones en la lucha por nuestra soberanía lo que se condenó, sino la lucha misma.
Desmalvinización, sus causas
Dice LB que el proceso demalvinizador posterior a la derrota “…intentó esconder la responsabilidad de los generales detrás de la desgracia de esos jóvenes soldados, víctimas también de la dictadura.”. No es posible coincidir con esta afirmación. Lejos de exculpar a los generales que ordenaron la ocupación de Malvinas, el objetivo político de la “demalvinización” fue justamente el opuesto, como lo rebela el Informe Rattenbach de 1983 que próximamente se hará público por pedido de la Presidente. Se trataba de condenar la gesta, a quienes la ordenaron y cubrir de fango todo lo acontecido con una pesada capa de infamias, distorsiones y mentiras. No debía quedar en pie ni un ápice de grandeza en nuestra guerra contra Inglaterra y EE.UU.. Es preciso situarse en el momento histórico en el que ocurren los hechos. El capitalismo iniciaba una ofensiva para resolver su crisis de acumulación a escala mundial derivada del agotamiento del modelo keynesiano vigente desde finales de la segunda guerra mundial. Esa ofensiva (globalización) implicaba, entre otras cosas, la completa sumisión de los países periféricos a las leyes de funcionamiento del capital en expansión (apertura económica, desnacionalización, etc.). Era preciso que las palabras “soberanía” y “patriotismo” quedaran afuera del vocabulario político y cultural de la época. De pronto se tornaron obsoletas, arcaicas, semifascistas. El capitalismo comenzaba a asimilar los valores “universalistas” que hasta entonces caracterizaban al pensamiento de izquierda y echaba por la borda el ya viejo e inútil discurso del nacionalismo anticomunista.
La operación desmalvinizadora, que instauró en el imaginario social una matriz interpretativa falaz y derrotista sobre los hechos, perseguía, desde el punto de vista político, el objetivo de impedir que el discurso nacionalista (“malvinero”) de defensa de la soberanía se articulara con una perspectiva de democracia real, de contenido social, para abrir un nuevo ciclo de nacionalismo popular (“populismo”, diría E. Laclau), sobre la base del impulso emotivo, la experiencia y las enseñanzas que, tanto en el campo civil como militar, emergieron de Malvinas.
El progresismo y Malvinas
Es sabido que el ancho y difuso campo del “progresismo” pequeño-burgués padece de una congénita desconfianza hacia las reivindicaciones nacionales. No corresponde aquí rastrear sus orígenes pero tal vez se trate de una rémora arcaica, nunca del todo elaborada, que se arrastra desde el surgimiento mismo del peronismo, cuando socialistas, comunistas (stalinistas) y radicales, más toda la intelectualidad anglófila, caracterizaron al naciente movimiento patriótico y popular de la versión criolla del fascismo.
Malvinas se vincula indisolublemente a la cuestión de la nacionalidad y la soberanía, dos términos sospechosos en los ambientes intelectuales sensibles a las modas europeas. Por esa razón siempre ha sido un tema tabú para el “progresismo”. Malvinas no ha logrado hacer pie en los ambientes académicos, no ayuda a ganar concursos ni a obtener cátedras. En nuestras universidades se discute con pasión militante la Comuna de París, la rebelión de Kronstad, el Termidor soviético y Sierra Maestra, cuando no la obra de Bordieu, Giddens, Zizek y hasta la “filantrópica” vida del burgués Steve Jobs, pero nuestra guerra contra el imperialismo no figura en ningún Programa ni en ningún Manual de estudio, si no es para denostarla. Brilla por su ausencia. Ensayar una defensa de la lucha de Malvinas en nuestras universidades es casi como defender a la dictadura liberal pro norteamericana que masacró a miles de argentinos en la década del ‘70.
De las usinas intelectuales del “progresismo” han brotado posiciones abiertamente derrotistas y pro-imperialistas. Un caso extremo es el del filósofo León Rozitchner, recientemente fallecido. Rozitchner escribió un texto que luego se hizo sagrado en los ambientes intelectuales, “Las Malvinas: de la guerra ‘sucia’ a la guerra ‘limpia”’. En él pregonaba abiertamente la derrota argentina durante la guerra, sustentando su posición en la infalible “lógica científica” de su deseo subjetivo de que fracasara la dictadura, su “enemigo principal”. Pero como en el fragor de un conflicto bélico la lógica es binaria, si no triunfaba la dictadura con sus aliados de América Latina y el Tercer Mundo, triunfaban Inglaterra, EE.UU. y los paises europeos, que fue lo que finalmente sucedió para alegría de L. Rozitchner. Tal postura, naturalmente, fue embellecida con un abstruso palabrerío freudiano, y constituyó para muchos “progresistas” una verdadera proeza intelectual de Rozitchner, un acto de valentía por haber resistido el influjo maligno de las mayorías populares que festejaban la expulsión británica de Malvinas y alentaban a los soldados que combatíamos en las islas a derrotar a los invasores.
Otras posiciones del progresismo fueron más moderadas pero esencialmente tributarias (y en muchos casos generadoras) de buena parte de las mistificaciones desmalvinizadoras que entraron en circulación con enorme impulso tras la guerra. Hay una profusa literatura en este sentido. Un texto que se destaca en esta línea es el de H. Verbitsky “Malvinas, la última batalla de la Tercera Guerra mundial”. Más allá de la confusión presente en el mismo título (¿quién son las partes en esta batalla?), es claro el propósito del autor de derribar cualquier tentativa de erigir a Malvinas como una causa nacional que galvanice al pueblo argentino. Hasta el criminal hundimiento del Crucero Belgrano es presentado como una acción provocada por la Armada Argentina. Nada puede rescatarse de aquella guerra, ninguna enseñanza, ninguna experiencia fue digna, las muertes fueron estériles, todo fue un gran fraude. La única conclusión posible de su postura es que el triunfo inglés fue lo mejor que pudo sucederle al país. Se impuso la idea absurda, de que Malvinas era antitética con las aspiraciones democráticas del pueblo argentino. El triunfo en Malvinas le garantizaba 100 años de supervivencia a la dictadura (la “perpetuaba”, se decía). Tal es el paradigma que intenta imponer el texto de Verbitsky, y que fue uno de las principales zonceras desmalvinizadoras que se echaron a rodar tras la guerra, con un inocultable apoyo de la propaganda británica y norteamericana. Pero cualquiera que conozca apenas superficialmente la historia política del siglo XX (y suponemos que la intelectualidad progresista la conoce), ¿puede creer que es posible ganar una guerra contra el imperialismo sin movilizar a toda la sociedad en esa batalla y, en consecuencia, provocar conciente o inconcientemente una profunda democratización del país?
Mirándolo más de cerca es a todas luces sorprendente que intelectuales “progresistas” que se ufanan de pertenecer al campo “nacional y popular” sostengan posiciones sobre Malvinas que son básicamente idénticas a las de la intelligentzia antinacional y antipopular encaramada en los dispositivos de producción de saber del sistema semicolonial. Es inadmisible pues estamos hablando nada menos que de la única guerra que libró nuestro país contra el imperialismo mundial durante el siglo XX, lo que por ese solo hecho debería resultar un tema de enorme trascendencia para quienes abrevan en el campo nacional y popular.
Ese progresismo, que se proclama nacional, debería aportar hoy en sus múltiples manifestaciones y cartas públicas, un programa meditado de acción concreta orientado a la recuperación plena de la soberanía, en la senda antiimperialista y latinoamericana abierta por Malvinas. ¿Es coherente con el auténtico patriotismo, le preguntamos a LB, la presencia de fuertes capitales británicos en la energía, las finanzas, las telecomunicaciones, la industria alimenticia, la industria cultural, etc.?, ¿no es esto un síntoma claro de la misma duplicidad que acertadamente le adjudica LB a la dictadura?
El progreso social y cultural, la democratización real de nuestra sociedad, la lucha por la igualdad en sus múltiples aspectos y dimensiones, es inseparable de la defensa irrestricta de nuestra soberanía territorial. En el devenir de la historia nuestra, Malvinas representa la voluntad de la nación de ser independiente y libre de cualquier forma de dominación extranjera. Esa independencia es condición necesaria para el desarrollo de un proyecto nacional auténticamente progresista y autónomo. Por tal razón Malvinas debe ser una reivindicación primordial en cualquier programa auténtico que se autodefina como “nacional y popular”. De lo contrario, estaremos frente a una nueva versión de la retórica insustancial que denuncia acertadamente LB en la nota que comentamos.
Fernando Pablo Cangiano
Ex soldado Combatiente de Malvinas -
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